martes, 3 de noviembre de 2009

"Tiempo muerto" Por Johanna Buendía P.

ROBERTO SALE DE CASA
Roberto Meneses no camina con apuro. Prefiere tomarse su tiempo mientras su cerebro envía los estímulos necesarios para producir el movimiento. La mañana del 13 de junio brilla y el sol de ese verano al que no está acostumbrado lo seduce con su extravagancia. Sin embargo, ese fulgor no logra convencerlo de que su animosidad se le refleje en el rostro. Sus cejas convergen en un punto intermedio y le forman una impenetrable arruga en la frente, pues tiene encandilados los ojos en aquella fuente de luz que apenas lo deja ver el sendero que transita. El sudor le gotea por la espalda. Aquella camisa a cuadros le recuerda la primera vez que asistió a un encuentro de periodistas –esta vez en Cartagena, con un calor mucho más extravagante-. Su trabajo lo entusiasma aún más a atravesar el infierno y Hades se siente orgulloso de su decisión.
Ha recorrido un gran trayecto y las personas no advierten su presencia. Eso le gusta. Ocasionalmente le pregunta a un transeúnte por tal o cual dirección y es sólo en ese instante de incomodidad e intimidad (tanto para quien él interrumpe en su tránsito como para él, en medio de su sentir extranjero) que los demás notan su inoportuno aspecto forastero, como reclamando en su mirada tímida un suspiro de confianza en el instante preliminar al que abrirá su boca para decirlo: Disculpe señor, ¿podría decirme dónde queda la Plaza de Caycedo?
- Siga derecho. Por ahí tres cuadras más y llega. Derechito, vea.- dice el hombre mientras apunta al norte con su mano derecha (en la otra carga una bolsa negra).
- Bueno, gracias
Sus ojos se abren y la arruguita del entrecejo desaparece. Promete un aire de certeza cuando asiente con la mirada. Continúa su camino. Su atuendo no rebasa las expectativas de los que, al rozarle con su brazo, sienten las fibras del algodón del que se nutre su camisa. Carga una mochila de cuero negro, maltratada por el uso, de cierres grandes y que cuelga de su hombro con el peso de unos cuantos papeles, de su billetera y de sus cigarrillos. Los pantalones esconden mucho más que unas extremidades débiles por la falta de ejercicio; en los bolsillos carga sólo sus dedos inseguros que se esconden del sol y protegen de los manilargos la grabadora de voz que solamente ha de usar cuando sea necesario. Mientras tanto, registra con agudeza fotográfica todo lo que ocurre a lo ancho de su ángulo de visión. No pretende que se le escape ningún detalle de lo que pasa a su alrededor. Analiza como cual inspector la escena y simultáneamente saca conclusiones del entorno. Aunque tiene debilidad por las caleñas (en general por las trigueñas de amplias curvas) trata de no desviar sus sentidos. Su deber es el centro de Cali; su obligación no permite tal provocación.

ROBERTO ES PERIODISTA
Días atrás su le jefe había designado una tarea importante.
- La revista necesita que vayas a Cali para que hagas un reportaje.
- ¿De qué se trata?
- Queremos que indagues un poco en el centro para que busques una historia que logre cautivar, algo así como lo que se hizo con Javier en Medellín…
- Sí, claro.
- Mira, mejor te llamo más tarde. Ahora tengo una reunión.
- Bueno. Hablamos luego.
Todo había sido planeado con quince días de anticipación. El viaje ya estaba previsto: 12 de junio- (salida) Bogotá-Cali; 14 de junio- (regreso) Cali-Bogotá. La noche anterior al viaje pensó en cómo sería Cali con él. Esperaba que lo trataran bien. Tenía una imagen amigable de esa ciudad pero aborrecía el calor infernal que se apoderaba de ella. – Es tierra movediza- pensó mientras los párpados se le deslizaban por las pupilas y los sueños iban emergiendo del completo anonimato.

ROBERTO PISA TIERRA FIRME
El cemento sirve como plataforma de la multiplicidad de las actuaciones que él percibe en su divagar. Aún no encuentra un relato que lo motive. En la Plaza de Caycedo sólo hay hombres comunes en situaciones que se han convertido en convenciones del ritual de una plaza como cualquiera; mientras unos leen el Q’hubo otros conversan de política nacional. Él busca algo más; algo especial. Entonces recuerda que alguna vez su padre lo trajo a Cali (cuando tenía 10 años) y recorrieron juntos este centro. Su papá lo había llevado a conocer, además del Cerro de las Tres Cruces y el Zoológico, el Teatro Jorge Isaacs y decide ir por éste. Espera el momento en el que el semáforo esté en rojo para poder pasar y después de analizar detenidamente los puestos de los loteros llega al teatro con la esperanza de poder hablar con algún funcionario, pero está cerrado.
– No abren hasta después de las 2- Le dice un lotero mientras cuenta las monedas que acaba de recibir por la gracia del azar.
Roberto, insatisfecho, únicamente puede lanzar un quejido que apenas y alcanza a escuchar el lotero. Éste al ver su cara descontenta le pregunta tratando de reconocer su rostro entre el rubor que emana de sus mejillas:
- ¿Qué busca?
- Pues quería hablar con algún funcionario del teatro para--
- No. Pues quién sabe cuándo abran. Ahí si no sabría decirle.- Dice el hombre con insólita despreocupación e indiferencia de lo que a Roberto tan mal momento hacía pasar.
- ¿Y usted qué? ¿Hace cuánto trabaja aquí?- pregunta Roberto curioso en un acto de sagacidad.
- Mire, si es para hacerme entrevistas o cualquiera de esas güevonadas mejor no porque eso a mí no me gusta. Vienen aquí a preguntarles cosas a uno y uno bien ocupado.
- No. Es sólo que-- Decidió no insistir o refutar las afirmaciones del lotero.- ¿Dónde queda la Ermita?
- Por ahí.- Y esta vez el hombre señaló con los labios en punta, como fingiendo un beso. -Desde esa esquina se alcanza a ver allá.
- Gracias.
Se dirige con la esperanza puesta en aquella iglesia, pero siente cierto repudio por las misas, los santos, las personas que asisten a las misas, el sacerdote… ¿Qué más da? Sigue pisando ese suelo y se imagina que es como la superficie de un volcán que va a hacer erupción; la lava se le sube por los pies y le quema los zapatos que alguna vez un lustrador había admirado con aprecio. En las rodillas y hasta el pecho. Cuando le llega al rostro ya no la soporta más; con su pañuelo obstaculiza el camino de ese calor que se dirige a sus mejillas para quemarlo. Se limpia y continúa. Da uno, dos tres pasos y piensa que puede recorrer algunas estructuras antiguas de la ciudad, que podría resultar más interesante dejar que los edificios empolvados y maltratados por los años hablen de esta ciudad. Sí. Se refiere al Hotel Alférez Real, porque alguna vez oyó decir que era bellísimo. Que conservaba un estilo bastante pulcro y victoriano, que evocaba grandeza y figura distinguida.

ROBERTO ESTÁ EN EL CIENO

Estando en la esquina, Roberto logró visualizar la estructura de la iglesia. Antes hay una plaza que atravesar llamada “Parque de los Poetas”. Había distinguido ya el oficio de quienes laboran ahí: algunos vendedores ambulantes y unos hombres sentados frente a una máquina de escribir. Todos miran con cautela a Roberto. No sabe bien dónde se ubica el Hotel. El Alférez era muy interesante, conservaba un estilo bastante pulcro y victoriano, que… Incluso llegó a pensar en él con pasión. Por su cabeza pasaban miles de imágenes de él, llenaba su corazón de fervor cuando dirigió los ojos marrones que había robado a su padre a su costado izquierdo y se percató de que ahí yacía un edificio que parecía aún más antiguo que la iglesia. ¿Pero sería ése? No. Muy pequeño para ser un hotel de tan alto ministerio. La fachada se burlaba de sus ilusiones. Encima de la puerta arqueada y enrejada decía Cía. Colombiana de Tabaco. Tiene unos balcones bonitos, pensó. Mientras sostenía la mano sobre sus ojos simulando una visera contra el sol, sus pensamientos se volcaron hacia una intriga que cada vez lo perturbaba más. Se dirigió a preguntar por la ubicación de lo que él había estado buscando. Aprovecharía para visitar el edificio, solo porque era viejo se incluía en sus planes como un nuevo lugar para visitar. Movió sus pies rápidamente, pues el sol había traspasado hacía rato la barrera de su crema protectora y empezaba a calcinarlo. Estando en la sombra, justo en la puerta, frente al celador del edificio, sacó de nuevo su pañuelo intentando secar su rostro empapado y rojo.
- Buenas tardes. ¿Sabe usted dónde queda el Hotel Alférez Real?
Era un hombre maduro y la ingenuidad de Roberto lo hizo plasmar en su cara una pequeña expresión de incredulidad frente a lo que escuchaba.
- No, hermano, ese Hotel ya no existe.
- ¿No? Ah…
Debió ser la sed o el calor, pero Roberto nunca hubiera deseado más estar en casa. Apenas apretó el puño y pasó otra vez el pañuelo, en esta ocasión, por sus labios agrietados. No pudo sostener la mirada sobre aquel hombre y la puso mejor en el suelo tratando de ocultar su vergüenza.
- Eso hace años lo quitaron, mijo. ¿Por qué? ¿Qué necesitaba?- Ese hombre sintió pesar por Roberto y entendía su frustración.
- Es que yo trabajo para la revista Semana y quería hacer una reseña de la ciudad, de sus sitios históricos; de los edificios antiguos más precisamente.
- Ah… Pues éste edificio también es de los tiempos en que construyeron el Alférez.
- ¿Sí? ¿Usted cree que pueda entrar a verlo, digo, para ver un poco la estructura?
- Pues si tiene un documento en el que diga que usted trabaja para esa revista, yo creo que sí. Toca hablar con la administradora, porque ella si pide un documento.
- Sí, claro.
El hombre tomó de su bolsillo derecho las llaves del portón. Mientras las examinaba Roberto miraba con ansiedad entre la reja. Entró y subieron al segundo piso para hablar con la administradora. Le explicó que quería ver las oficinas de arriba, las de los balcones. Ella accedió, aunque parecía extrañada pues para ella el edificio no era interesante.
- Ábrale la oficina del balcón izquierdo, Francisco. Pero entonces déjeme mientras tanto el carné de la revista, si es tan amable.
De su billetera sacó con velocidad el carné y se dispuso a seguir a Francisco. Subieron las siguientes escaleras. Roberto no pudo resistirse a la tentación de saber más de ese hombre al que seguía.
- Qué calor, ¿no?
- Sí, sí. Estos días están muy calientes.
- Y yo que vengo de Bogotá.
- Allá si hace mucho frío.
- ¿Y usted hace cuánto que trabaja acá como celador Francisco?- Preguntó Roberto. Entre tanto aguzó sus movimientos para encender la grabadora de voz sin que Francisco se diera cuenta.
- Hace 35 años.
- ¡Uy! Hace mucho rato. Entonces usted sí que tiene historia para contar de este sector.
- Ja, ja. Pues más o menos, sí señor.
- ¿Y por qué fue que demolieron el Alférez?
- No, pues es que cuando yo llegué a trabajar aquí ya eso lo habían acabado.- Dice esto Francisco y simultáneamente trata de abrir el portón de la oficina. Las llaves ya están un poco oxidadas y esto retrasa un poco la acción.
- ¿Y qué funcionaba acá antes?
- Pues acá era la compañía de tabaco del Pielroja. Pero eso fue hace mucho tiempo.
Roberto mira y trata de escudriñar hasta en el más diminuto detalle del edificio. “Escalas amplias, elegantes, como construidas para una mansión; las baldosas son grandes y de color beige y pintas marrones, casi negras, evocan a un leopardo; paredes llenas de humedad, las burbujas que se forman, algunas, han hecho que la pintura se desprenda; un ascensor de puertas amarillas y destartaladas, se parecen a la puerta trasera de una furgoneta vieja, el marcador superior llega hasta el número seis, las placas son doradas y en su conjunto forman una media luna, la aguja que marca el piso por el que el ascensor se eleva tiene una flecha con forma de gota, el botón es rojo, se ubica sobre una placa dorada con grabados en los bordes; entre piso y piso hay casi 4 metros, está fresco, el techo es alto.” En ese momento su meditación descriptiva se ve interrumpida por la voz de Francisco que le dice que entre en la oficina, que ya ha encontrado la llave. Sus pasos son lentos y su cabeza gira en un ángulo de 180 grados, de izquierda a derecha. Huele a humedad, se siente la soledad del lugar.
- Voy a abrirle el balcón.
La puerta que da al balcón parece más una ventana pues sobre esta cuelga una persiana destruida que forma un abanico con sus láminas delgadas y algo curvas; tiene una chapa que le recuerda a alguna que una vez vio en la Casa de Nariño. Era antigua y la llave también. Tenía dos aristas en la punta que dirigían su mirada al suelo para poder encajar en el agujero de la chapa. Trac. Sonó la puerta y se abrió.
- Siga.
- Gracias, Francisco.
Levanta el pie para no tropezarse con el sobresalto de cemento (pollo, llamado coloquialmente) que emerge del piso y entra en el balcón. “No tiene más de un metro de profundidad y está casi a punto de caer. Me da miedo, espero que sea seguro.”
- ¿Esos hombres de las carpitas de colores qué hacen?
- ¿Los de las máquinas de escribir?
- Sí, ellos.
- Unos les dicen tinterillos, son escribientes. Ellos tramitan documentos judiciales.
- Ah. Entiendo.
- ¿Puedo fumar aquí, Francisco? ¿Hay problema?
- No. Hágale. Al fin y al cabo este es el edificio del tabaco.
Por fin muestra los dientes Roberto mientras del bolsillo delantero de su bolso saca la cajetilla de Belmont. Su sonrisa se cierra para besar el cigarro. Lo enciende y cuando ya ha botado el humo gira su eje hacia el río, pues su nivel está creciendo.
- ¿Hay crecida Francisco?
- Sí, sí señor.
Sobre el puente le parece que hay mucha gente y trata de adivinar quiénes son.
- ¿Y esos hombres de las cámaras?
- Ellos le toman fotos a uno cuando pasa. Le dan un recibito y al otro día si uno quiere la reclama. Más que todo les toman fotos a las mujeres. Es que en ese lugar sí que ventea bueno y a las mujeres que pasan se les levanta la falda. Y ellas que se vienen en vestido sabiendo lo que les espera. Vea esa por ejemplo; no le importa que ande con la mamá y camina contoneándose todita. Es que los fines de semana uno se pasea por ahí porque es muy bueno, por lo del viento. ¿Si me entiende?
- Sí, cómo no. Qué oficio tan interesante el de esos hombres.
Aspira de nuevo y esta vez el humo no sale, se le queda en los pulmones. Ha quedado perplejo por lo que está observando.

- ¿Y ese edificio? No lo había visto ahora cuando pasé.
- Pero si está en todo el frente. Ése es el Hotel Alférez Real, ahí estaba la casa de don Fidel Lalinde. Un señor muy rico de aquí del Valle.
“Una construcción muy bella” Piensa Roberto. “Tal como me lo imaginaba. Lujoso. Cinco pisos. Solemne y majestuoso. 130 apartamentos. Imponente.”
En medio de su extasiado momento deja caer el cigarrillo. Su zapato se llena de ceniza. Lo sacude el ventarrón por lo que cierra los ojos cuidándose de que no le entre polvo. Al encontrarse de nuevo con la realidad se preocupa por el lugar de las manijas en su reloj. Lo examina y descubre que el tiempo ha transcurrido con altísima velocidad.
- Ya son las tres.- Dice alterado. – Tengo el vuelo de regreso a Bogotá a las cinco y media.
Se dirige presuroso a la puerta repasando aquello que ya vio. Triste encuentra la salida alejándose del balcón. En el pasillo sus pies no se estiran demasiado. En su mente no merodea ningún pensamiento, sólo una voz que repite incesante “Este es tiempo muerto. Demasiados recuerdos para un solo hombre. La memoria está cansada de guardar ilusiones. Este es tiempo muerto.”

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