domingo, 12 de julio de 2009

Sobre el odio/ Para leer y odiar Por Román Andrés Jiménez Oviedo

A ti que sientes con recurrencia que cada vez más pequeña y despreciable se hace tu existencia; que sabes que no vales y no valdrás nunca lo suficiente para los demás; que crees estar solo y a tu alrededor no ves más que la negrura de tu sombra y el sol que te recuerda estar vivo; a ti que piensas estas cosas y muchas más, no te preocupes, no te equivocas en nada.

Mira en un espejo y no mucho encontrarás. No mucho que valga la pena, te aseguro. Escúpeme, ódiame. Al menos yo cuando te veo, tengo la delicadeza de decirte cuanto te desprecio. Ellos sonríen a ti; te preguntan cómo estás cuando lo único que les interesa es saber porqué luces tan andrajoso. ¡Pero mírame! ¡Maltrátame! Nunca eres capaz de decirles lo que sientes. A mí en cambio, sí me juzgas. Ni por todo el tiempo y las cosas que pudieron haber sido pero nunca fueron, tu cabeza entiende que no podrás evadir la perdición. Les aconsejo a ambos, a tu cabeza insensata, y a ti incapaz, que antes de que todo termine, nos participen un poco de lo que el mundo les ha obligado a recibir. Mátame si quieres, pero a ellos también. Tú y tu cabeza pueden pestañear y no estar más, así que exploten, y su interior ahora ácido, habrá de licuar el exterior de alguien más.
Alguna vez tuviste que haber odiado con la efusividad propia del más laborioso de los niños. Alguna vez alguien que apareció en tu vida de un momento a otro, debió contar con los méritos, con las cualidades; debió haber superado todos los obstáculos para ocupar ese envidiable lugar en tu corazón. Todos hablan del amor. Dicen que es lo más maravilloso que puede existir; que no hay condición más sublime que estar enamorado; Dios te ama, ama a tus semejantes.
La humanidad odia. ¿Por qué no habrías de hacerlo tú? No es necesario sentir a más no poder ganas de desaparecer a alguien. Alguien debe padecer y ya es hora de que no seas tú. Tal vez no quieras matarlos; tal vez sólo quieras su infelicidad. Tal vez dure eternidades; tal vez nunca ocurrió. Hitler odió. Alá nos hizo odiar. Drogas, alcohol, sexo y violencia no nos hacen odiar; nosotros hacemos de estos elíxires, estigmas de odio y desprecio. ¿Ya mencioné matar? Matar es mal visto porque no se tolera que la vida sea alterada por alguien sin un mínimo de fe en torno a su ego; porque la vida en su ciclo más común y repetido no considera finales influenciados; porque matar no está en la naturaleza de la vida. Y acaso no lo están las pasiones que nos perturban hasta conseguir su pase de salida. No todo lo que sentimos debe ser alegría, pasteles y colores; es tanto o más sano, respetar el lugar de lo no tan bueno, de lo no tan feliz. Qué hay de malo en sentir envidia si nosotros no la buscamos; si nosotros sólo respondemos a las provocaciones. Por qué habría de sentirme avergonzado de desear a la pareja de mi mejor amigo si ellos sabían que no soy perfecto. Y jamás, escúchenlo bien, nunca les daré la satisfacción de verme arrepentido por el odio que les profeso más allá de cada instante. Nunca los dejaré regocijarse con mi imagen acurrucada en un rincón viéndolos con miedo, mientras cada uno de ustedes me escupe con sus sonrisas de envidia (porque sé que todos me tienen envidia y son unos hipócritas).
Yo sé lo que es el odio porque no he tenido tiempo para zarpar en la búsqueda del amor, de aquel generoso sentimiento que pudiera dar sentido a mi vida. No he tenido tiempo porque los 18 años de mi vida los he gastado velando por algo que espero me dé verdaderas respuestas; 18 años acrecentando mi odio. No he buscado el amor porque no lo he querido; porque no todos tenemos que quererlo. Busco respuestas a preguntas que nadie me hizo; quiero saber porqué son todos tan diferentes a mí; porqué todo debe ser tan fácil y tan difícil. Quiero saber porqué todo debe ser tan extraño; porqué el mundo me confunde y no se me revela cómo realmente es. Con altos, con deslices, con vacíos en mi pensar, una existencia hastía de odio que intenta sin consuelo sobrevivir, da su alma por no morir en un mundo ya muerto de sosiego, en un mundo donde otros que sienten lo mismo a universos de distancia, están sufriendo igual que yo.
Odiar es tan magnífico como lo es lo desconocido. Odiar es tanto o más placentero que comer, que defecar. Odiar es dejarse morir; abandonarse en un mundo de desolación donde el caos nos prevendrá siempre del descuido. Odiar nos mantendrá lejos del riesgo de perder el sentido de nuestras existencias; de caer en el sosiego. En los momentos que más solos nos sentimos; cuando el mundo se olvida de nosotros -como tantas veces lo hace-; cuando nadie quiere entender lo que arde y nos destruye desde nuestro interior; cuando nadie más está ahí, sólo se tienen cada uno a ustedes mismos. No traten de engañarse; ustedes sólo se importan a ustedes mismos. Por más que merezcan ser juzgados; por más que hayan ganado padecer en el infierno -que a la mayoría ya espera-; por más que ustedes mismos se den cuenta al fin, que no merecen vivir y que nunca lo merecieron, jamás se darán la espalda. Cuando las miradas incriminatorias del mundo señalen al unísono sus caras gachas, lo único que les queda es desenmascarar lo que realmente es un ser humano: Prepotencia, egoísmo, insensatez, pasión.
Todo conduce al odio. Todo lo que somos y para lo que nacimos no tiene final distinto al desprecio del valor de alguien o de algo. Creemos vivir en pro de la felicidad, de un bienestar rememorado del que sólo tenemos relatos; de una paz que no hemos conocido pero estúpidamente seguimos añorando. Pues déjenme decirles que si así lo creen, sus vidas son puras mentiras -aunque nunca sepan siquiera que existo-.
Hablemos del otro, de quien está junto a nosotros, de cuán bien pueda irle. ¿Qué nos provoca eso? Nos provoca querer vivir lo que le alegra de tal manera, pero a cambio, por nuestra incapacidad de aceptarlo, nos ahogamos en océanos de ira y resentimiento. Saber nuestros deseos sin valor para ellos, no podría despertar en nosotros nada distinto a lo peor. Ahora bien, pensemos que somos nosotros quienes poseemos algo envidiable, algo que cualquiera daría por tener. Somos conscientes de que muchos desean esto que tenemos, y cuánto más lo desean, y cuánto más cercano está quien lo desea, pues más dichosos habremos de sentirnos. Hay algo de odio aquí también. Decimos despreciarlos, pero la verdad es que gozamos con su impotencia. Hay algo de odio en saber que quien cuida nuestra espalda espera la más mínima oportunidad para arrebatarnos lo que de ser por nosotros, nunca compartiríamos. Por cosas como esas es que odiamos. Las bajezas, la basura que habita en nosotros y despierta para hacernos ver como huérfanos de razón, no son ajenas al odio. Todo lo no bueno que el mundo nos provoca, todo contribuye en gran parte al menoscabo de nuestro espíritu. Si todo comenzó porque no nos tomaban en cuenta, ahora se trata de que sólo nos determinan para llamarnos insensatos y mal hablar cuánto puedan.
Nos sentimos listos a explotar; esparcir nuestras entrañas sobre quien más cerca se encuentre. La impotencia nos somete y la razón huye. Salva sus culpas antes de cualquier juicio. Sólo quedamos nosotros y nuestra pasión. Ya no somos lo que sea que éramos antes. Nada nos diferencia de la más instintiva de las bestias. Esperamos nuestro conejo, el muletazo decisivo para dar el último paso. Lo hacemos. Ahora somos máquinas fuera de control; máquinas sin conciencia racional. Sabemos que estamos sintiendo; no en el preciso instante, pero lo sabemos (demuestra esto que los vestigios de conciencia nunca acaban de irse). Esta maldita conciencia que nos resta no es más que un engaño con tensas ataduras a lo emocional; no olviden que la razón entró en pánico. La “naturaleza” nuestra a la que tanto citamos para presumir grandeza y perfección no lo soporta más. Se ha cansado de rogarnos; nos imploró cuánto pudo. Lo hizo hasta cuando se dio cuenta que no lo merecíamos. Ahora nos ignora; ahora no le importa lo que nosotros podamos desear, lo que creamos querer. Ahora es ella y sólo ella la que decide cómo y cuándo actuar. Se cansó de implorarnos, de intentar convencernos qué era lo más sano. Nosotros no lo queríamos pero eso no importa ahora; ella nos ha sometido. Ahora ella nos abrirá los ojos y nos enseñará lo que realmente es vivir. Nos enseñará a sentir.
Finalmente, hablar del amor, de los sentimientos. Tan fácil es saltar un abismo que no es más que una grieta en el suelo, para llegar del amor al odio. Alguien lo había dicho antes; no importa, alguien había dicho ya todo. Después de que habíamos entregado lo más bello que podíamos, de haber olvidado al resto del mundo por alguien, de acomodar nuestro futuro para que esté junto al suyo; después de haber amado y haber sido decepcionados, lo único que nos queda es una fuerza descomunal que viene con un impulso imposible de detener. ¿Entonces qué nos queda? Nada. Dejar que toda esa fuerza mane, que la pasión que guardábamos escape, pero ya no en forma de amor porque ese alguien ya no lo merece; ahora toda esa pasión se volverá aversión; tomará forma de asco, de dolor. Así pues, es cómo desnudamos lo que realmente somos; lo que realmente es cada ser humano: Puro y físico odio.
No lo penséis más. Ha llegado la hora de sentir. De dar inicio al frenesí de impulsos; obligaciones ineludibles que la pasión nos ayuda a alcanzar. Odiad con la fuerza inexplorada de vuestras almas. Liberad toda esa pasión que nunca ha debido estar encerrada, que nació en vuestros corazones para ser libre. ¿Los otros? Odiadlos también. Lo merecen. Vosotros también lo mereceríais. Ellos ya odian. Ellos os odian. No los dejéis que os insulten. Hacedlo vosotros primero. Hacedlo con toda la ira, con la negatividad más explosiva, con el rencor que a más gente pueda herir. Sólo si habréis odiado, queridos desdichados amigos míos, sólo de esa manera habréis conocido la vida misma. Habréis nacido como verdaderos seres humanos; os habréis recibido como realidades, no como pretenciosas copias tan falsas como la bondad y los finales felices. Gracias.
…Sorry, Junky Jack Flash

No hay comentarios:

Publicar un comentario