lunes, 30 de marzo de 2009

Bendición eterna a quien lea estas páginas por Alberto Fuguet

Casi una década atrás, el escritor chileno Alberto Fuguet descubrió la obra del colombiano Andrés Caicedo, y creyó encontrar a un igual. El escritor cinéfilo que siempre anduvo buscando: un autor intenso, real e indispensable. Y ese es el autor que asoma en el fascinante Mi cuerpo es una celda, flamante autobiografía para la que Fuguet recorrió los escritos póstumos de Caicedo –que se suicidó en 1977, a los 25 años–, hasta (re)construir unas memorias a partir de sus cartas, artículos y diarios, como un director edita una película en una sala de montaje. Un recorrido que el propio Fuguet cuenta en estas líneas, epílogo del volumen que acaba de ser editado por Norma, y que se presentó hoy lunes 30 de marzo de 2009 en el Bafici.

Quizás algunos hayan notado que Mi cuerpo es una celda posee el subtítulo de “autobiografía”. Otros, por su parte, quizá se fijaron en que mi nombre está asociado a las labores de dirigir y montar este libro. Un libro, claro está, se edita, se revisa, se pule. No se dirige, no hay montaje, ni se utiliza Final Cut Pro. Pero quizás éste sí se montó. No se me ocurre otra manera de entender mi proceso y mi lazo con Mi cuerpo es una celda que el de un montajista que se encontró con mucho material y a un director-guionista que ya no está. Lo bueno del caso es que me topé con unos productores que sólo querían que respetara la visión del autor.
¿Cómo hacerlo sin poder hablar con él?
Lo de director tuvo que ver con darle un tono como en recopilar y en convencer a la gente para que me prestaran el material que tenían. Que confiaran en mí (acaso la labor número uno al dirigir).
Autobiografía es el recuento de los hechos de una vida contada por la propia persona. Toda autobiografía (hoy se llaman “memorias”) necesariamente tiene que ser escrita por la persona que ha vivido esa vida. Este es el caso de este libro. En ningún diccionario o página web encontré que el libro tuviera que haber sido compilado/montado mientras el autor estaba vivo.
Opté por “hacer algo acerca de Caicedo”, de transformarlo en proyecto literario personal, ligado a mi propio universo/planeta, y no sólo asumirlo como un encargo o un artículo al paso, cuando a mi regreso de Cali capté o me quedaron claras dos cosas: uno, no quería hacer una biografía (tampoco me sentía capaz ni me interesaba) y, dos, al tener a mi lado un bolso de cuero negro con centenas de fotocopias de material inédito, entendí que quizá lo que correspondía era hacer algo cinematográfico. Al menos, distinto. Y no porque Andrés Caicedo fue un cinéfilo-cinépata-cinéfago de pura cepa, sino porque había algo inherentemente visual en su manera de concebir su vida y en la manera como se comunicaba con el mundo. Pero un guión no venía al caso; recrear su vida menos. Una novela biográfica fue por un instante sólo eso: una mala idea. Hasta que percibí que lo que había obtenido en mi viaje a Cali y Bogotá eran documentos. De ahí la idea del documental. Un documental narrado en primera persona que certificara en forma fragmentaria lo que él mismo vivió, sintió y vio. No tenía a mi sujeto ni cerca ni vivo, pero había cartas, diarios, poemas, críticas de cine y material que se negaba a ser catalogado en ese bolso. Quizás armar su autobiografía para que ahora que su figura está ingresando a la calidad de mito, ahora que su lápida es robada constantemente de un cementerio en Cali, ahora que todos me contaban algo distinto y contradictorio (por primera vez capté cuán ficticias pueden ser las biografías, sobre todo las más investigadas: no es que cada fuente mienta, es que simplemente no estuvieron ahí), él simplemente pudiera contar las cosas desde su punto de vista. Desde su propia trinchera. Tal como ocurrieron o él sintió que sucedieron. Y que ojalá pudiera leerse como una novela, como una novela de no ficción. Lo importante era que todo este material disperso, casi siempre reiterativo, pudiera leerse como una pieza orgánica. Un libro de cartas me pareció que no era el camino. Me he topado con libros así de autores que admiro y admito que he terminado hojeándolos. Muchas cartas, muchos nombres, muchas notas a pie de página, mucha digresión acerca de temas cotidianos y pedestres.
Mientras empezaba a conectarme con el material de Caicedo pude ver, quizá de casualidad, quizá porque era lo que tenía que ver, un documental acerca de Kurt Cobain llamado About A Son, de A. J. Schnack.
Más allá de los lazos obvios entre Caicedo y el emblemático músico de Aberdeen (suicidio a una edad temprana, la compulsión por dejarlo todo escrito, el deseo de escapar de un pueblo chico, el transformarse en figura de culto con estatus de rockero al menos en Colombia), About A Son me impactó al transformar una limitante (carecer de todo el material típico para hacer un documental) en la estructura base del film. Schnack no pudo contar con fotos o clips o videos personales, ni siquiera con la música de Nirvana. Sí contó con un número considerable de casetes con entrevistas que le hizo el reportero de Rolling Stone Michael Azerrad para el libro Come As You Are: The Story of Nirvana. Azerrad no pudo utilizar todo el material (superaba las veinte horas). Cuando Schnack supo que Cobain podía, en muerte, narrar su vida, lo que hizo fue salir a buscar y filmar imágenes de los sitios a que se refiere Cobain. Sitios donde vivió, estudió, trabajó, creó y tocó. La ideal del film de Schnack fue dejar a Cobain hablar por sí mismo.
Eso es lo que he intentado yo con Andrés Caicedo 31 años después de que tipeara su última carta.

Tomando como base la máxima “este es el libro que Andrés quiso escribir”, es que Mi cuerpo es una celda no posee prólogo ni muchas notas o explicaciones. Creo que Caicedo logra explicarse solo. Caicedo on Caicedo, como esos libros de cine de Faber & Faber. La meta fue que el libro fluyera como un libro, como una novela, como una confesión, sin interrupciones académicas ni fotos ni explicaciones a todos sus tropiezos. Espero haberlo logrado. Que esto sea una autobiografía o “confesiones a la San Agustín” o una suerte de documental impresionístico o algo así como los registros de sesiones de psiquiatras, es un tema secundario. Lo importante es que el libro ya existe. Un libro de no ficción de un autor que hasta hoy es un escritor más conocido por sus obras juveniles de ficción. Los primeros ejemplares de ¡Que viva la música!, la novela emblemática de Caicedo, le llegaron por correo el mismo día en que se mató. El resto de su obra de ficción fue publicada en forma póstuma y son por lo tanto anteriores a ¡Que viva la música!. En ese sentido, casi toda la obra de Andrés Caicedo corresponde a un escritor extremadamente joven (menor de 24 años) y, por defecto, inmaduro y en ciernes. En su prosa de no ficción (sobre todo los diarios, cartas y críticas) es posible ver que es bastante más que un autor para chicos.
No deseo usar este libro, ni este epílogo, para analizar y clasificar la obra de Caicedo. No soy crítico. Pero sí reconozco que hay muchos autores cuyas obras de ficción pura me atrae menos que su obra más personal. De hecho, hay escritores cuya obra cumbre no fue de ficción o, al menos, fue tan o igual de importante que su obra creativa. Pienso en Pavese, en Ribeyro, en Edwards, en Auster, acaso en Sebald. Mi impresión es que aquí, en este libro, Caicedo demuestra al menos dos cosas: que no tenía miedo a usarse como su material principal y que su no ficción es tan impactante –o acaso más– como su ficción.

Ahora algo menos técnico, más personal, algo que escribí mucho antes de imaginarme que estaría en este puesto, en este lugar, que hubiera terminado en su pieza en Ciudad jardín, leyendo en un café de Venice, California, sus textos más privados. Un pequeño alto antes de continuar, entonces. Caicedo por mí antes de Mi cuerpo es una celda:
Es curioso, pero el escritor cinéfilo que siempre anduve buscando, ese amigo-imaginario que tanto esperé, aquel literato intenso, real, indispensable, que uno necesita piratear/samplear/imitar cuando tiene mucho que decir y no sabe bien cómo, llegó atrasado a mi experiencia. Tan atrasado que ya no me hacía falta.
Aún me cuesta creer que supe de la existencia de Andrés Caicedo hace tan poco. Mucho después de que en Colombia al menos, Andrés Caicedo se hubiera convertido en Andrés Caicedo. A esas alturas, el año 2000, Caicedo ya llevaba más de veinte años muerto y sus libros estaban en las estanterías hacía rato. ¿Dónde estaba yo? ¿Dónde estaban sus libros? En rigor: ¿dónde estaba él cuando más lo necesitaba?
Lo encontré en una de mis librerías favoritas: la desaparecida La Casa Verde, en Lima, frente al parque El Olivar, en pleno San Isidro. Ahí estaba, haciendo hora, esperando un avión. Había entregado mi cuarto en el hotel El Olivar y esperaba un taxi para partir rumbo al aeropuerto Jorge Chávez. Así que me puse a mirar libros, no una mala manera de matar el tiempo. De pronto la palabra cine se fijó en mi radar. De entre los miles de libros que tapizaban las estanterías de esa casa pintada de verde, me fijé en un grueso volumen azul oscuro titulado Ojo al cine. El libro estaba equidistante, me fijé, de Queremos tanto a Glenda, de Cortázar, y de un viejo ejemplar de Un oficio del siglo XX, el loquísimo libro de críticas de Guillermo Cabrera Infante.
Dejé los otros textos que tenía en la mano para tomar este volumen desconocido. Exagero si escribo que mis manos tiritaban, pero casi. Al menos deseaba que lo hicieran (close-up a manos que toman libro). Intuí que más que enfrentarme a un libro, me estaba enfrentando a una persona.
Lo primero que me llamó la atención fue la serie de fotos setenteras de un tipo flaco, con el pelo rockeramente largo, gruesos anteojos que hoy usan los que son cool y antes no lo fueron, y una polera manga-larga color calipso. Ahí capté que este tal Andrés Caicedo, el autor, estaba muerto. Un tipo tartamudo, pálido, que se pasa todo el día en el cine, no se pone en la cubierta de un libro. Un tipo así se esconde.
Caicedo alcanzó a vivir 25 años y se fue a negro con la ayuda de 60 pastillas de Seconal, después de recibir el primer ejemplar de su novela y tipear dos cartas: una intensa a su novia y una cinéfila a un amigo español.
¿Por qué un autor suicida atrae tanto? ¿Por qué un cinéfilo suicida me impactó así? Si a los 20 años hubiera leído a Caicedo, ¿habría planeado mi suicidio en plena función de trasnoche del Normandie? ¿Era Caicedo, entonces, el Cobain de los fanáticos del cine? O sea que de hecho el cine podía matar. ¿Era la cinefilia una adicción peligrosa? ¿Y no sólo un refugio para cobardes?
Compré el libro de inmediato y no paré de leerlo: en el taxi, en la sala de espera, en el avión. No era una novela, sino el guión de su vida, una muestra de las miles de películas que vio. De nuevo: ¿cómo no había sabido de él antes? ¿Tan fuerte era el poder de García Márquez en Colombia que terminaba asesinando a un chico urbano por el solo hecho de ser incondicional de Jerry Lewis y estar obesionado con Kim Novak y la película Lilith?
Caicedo, capté pronto, fue el cinépata más cinépata de todos, aunque nunca usó esa palabra. Yo pensé que sí y, por error, pero pensando en él, a los pocos meses fundé mi empresa de producciones audiovisuales y le coloqué, en homenaje, Cinépata. Andrés Caicedo se consideraba más bien un cinéfago y una víctima de lo que él denominaba la cinesífilis. Organizaba cineclubes y revistas, y no hacía otra cosa que ver y ver y ver cine. Su meta era clara: tragarlo todo y, luego, escribir sobre todo lo que veía, para así, en el acto de escribir, volver a ver lo que ya había visto. Su pasión y la desmesura lo llevaron a acumular toda la información posible hasta convertirlo, con el tiempo, en un cinéfago incondicional. Quizá la tecnología hubiera salvado a Caicedo. Internet Movie Database hubiera sido un lugar ideal donde volcar su trivia, los chats lo hubieran conectado con otros freaks, las cámaras digitales lo hubieran ayudado a filmar sus cintas de terror y una colección de videos o DVD lo hubieran dejado dormir tranquilo: ahí, en un estante, en orden alfabético, hubiera podido guardar todas esas imágenes que ya no le cabían en su cabeza.
Caicedo fue siempre un creador más que un crítico. Sus escritos bordeaban los límites de la ficción y cuando se puso a inventar cuentos y novelas y teatro, todo le salía con olor a pantalla. Nunca sabremos cómo hubieran resultado los films de Caicedo. Personalmente, prefiero sus escritos de cine que sus cuentos y su novela. Pero lo principal en Caicedo es Caicedo mismo. Es la idea del cinéfilo como mártir, el post-adolescente latinoamericano alienado con Hollywood, el solitario que se comprometió con la pantalla mientras todos solidarizaban con la causa, el hermano mayor de McOndo, el link perdido al siglo XXI, el fan de Vargas Llosa que escribía guiones de westerns y de películas de terror y devoraba las cintas de Rosen y Truffaut en los cines del centro de Cali mientras que por esos mismos días un compatriota suyo insistía en narrar el pasado como si fuera todo un cuento de hadas.
Caicedo creyó en la crónica y no la ficción, en el cine y en el yo, en el mito del poeta y el rockero que muere joven y que deja obra para contar. No es casualidad que mientras todo el resto de los escritores de su generación o los que tenían algo más soñaban con París y Barcelona, Andrés Caicedo quiso ir a los Angeles a ver si podía lograr su meta. Caicedo llegó antes que todos y duró poco. La sociedad por cierto no lo mató, como tampoco, por fascinante que parezca, lo mató el cine. Pero sus excentricidades caleñas han logrado escapar a la vorágine barroca de su tiempo y desde hoy uno ve a Caicedo como un adelantado. Un adelantado, sí, pero también un tipo fuera de foco, desincronizado, limítrofe. Caicedo nunca llegó a transformarse en mi ídolo, en mi crítico de cine fetiche, porque lo conocí demasiado tarde.
Ahora llega otro Andrés Caicedo: no el que baila salsa y dice “¡que viva la música!”. Caicedo no bailaba salsa; quería, pero no podía. Caicedo no hablaba, escribía. Todo el día: y tal como hoy hay gente que no concibe su día sin postear, Caicedo se escribía a sí mismo. En una opción tan heroica como peligrosa se encerró en su máquina de escribir y no pudo entender la vida sin ella.

Repito: Andrés Caicedo no escribió este libro tal como existe y acaso no lo concibió, al menos de manera consciente, pero es su libro. No se sentó a escribir Mi cuerpo es una celda. Simplemente se sentó todos los días a escribir lo que fuera. Todo lo que está en el libro ha sido escrito por Caicedo. El material base fueron cartas, trozos de papel, diarios a medio terminar, libretas, cuadernos argollados, críticas de cine, artículos de prensa y “escritos”. Diría que más del sesenta por ciento no ha sido publicado con anterioridad. Un ochenta por ciento del magna con que empecé a trabajar era inédito. Los fans y lectores atentos se encontrarán con material que quizá ya conocen, aunque en otro orden, y editado de otra manera. Este libro fue, insisto, montado. Editado. Algunas cartas fueron reducidas. Otras, de la misma fecha, se fusionaron. Aquellos escritos que aparecen como apuntes o posts o anotaciones en un diario de vida son un invento mío a partir de muchas frases de Andrés que aparecían en largas cartas centradas en temas ni cinéfilos ni personales. Andrés Caicedo no tuvo en rigor un diario. Tuvo cuadernos donde anotaba de todo durante su adolescencia (ver El libro negro, Editorial Norma, 2008). Ya pasados los 20, casi todo lo que escribió fue en papeles sueltos y a máquina de escribir. Aquello que escribió a mano está constatado en este libro y fue la excepción. En vez de un diario tuvo sus cartas. Centenas y centenas de cartas a un grupo relativamente pequeño de destinatarios. Algunas veces escribía tres o cuatro cartas largas en un mismo día; como es lógico, terminaba relatando las mismas cosas. No todas las cartas las envió o llegaron a su destinatario. Algunas cartas eran a personas que estaban en su misma ciudad y a veces, en su misma casa. Todas las cartas, excepto aquellas escritas a mano, las escribió con papel calco. Y se guardó una copia, las que fue juntando en distintas carpetas tituladas De mí para mí, De mí para el cine, etc. Gracias a su familia (sobre todo a su padre) y luego a Luis Ospina y Sandro Romero Rey, parte de este material pudo guardarse, salvarse y parcialmente, publicarse. Antes de suicidarse ese 4 de marzo de 1977 dejó unos baúles con sus pertenencias: desde libros y discos y revistas hasta guiones, manuscritos, carpetas con cartas, cuadernos, fotos... Buena parte de ese material fue clasificado por su padre y después entregado a sus hermanas y a Luis Ospina. De ese material salieron, primero, sus libros de ficción y, con el tiempo, libros como Ojo al cine y El cuento de mi vida. Pero eran muchos baúles y tenían mucho fondo. La familia terminó donando mucho material, incluyendo los originales de sus libros, a la Biblioteca Luis Angel Arango, de Bogotá. Ahí encontré textos invaluables. Otras cartas y textos, más privados, estaban en manos de sus hermanas. Varias cartas claves –sin copias al carbón– me las pasó Patricia Restrepo. Gran parte del volumen que formó el magma de este libro lo tenía Luis Ospina.
Para dejar las cosas claras: parte del material de Mi cuerpo es una celda ha aparecido en el dossier Nueve cartas inéditas del número de noviembre-diciembre de 1996 de la revista cultural colombiana El Malpensante; de Ojo al cine (Norma, Bogotá 1999; edición de Luis Ospina y Sandro Romero Rey); y del notable El cuento de mi vida (Norma, Bogotá, 2007; edición de María Elvira Bonilla). Buena parte de las cartas que Luis Ospina editó y seleccionó para Andrés Caicedo: cartas de un cinéfilo (colección Cuadernos de Cine Colombiano editados por la Cinemateca Distrital de la ciudad de Bogotá, 2007) aparecen aquí, ya sea como cartas o en otro formato. Tal como explica Ospina en su presentación, las editó pensando en el aspecto cinéfilo. Al obtener de Luis una cantidad exorbitante de este material inédito (una vez más gracias por haberlas guardado y haber confiado en mí), me topé con algunas de estas mismas cartas. Yo las edité de otro modo y no sólo me fijé en el aspecto cinéfilo.

¿Quería Andrés Caicedo que sus restos literarios fueran exhumados? ¿He cruzado ciertas fronteras éticas? ¿Qué es más importante: respetar el deseo del escritor, la intimidad de ciertas personas o proteger emocionalmente a otros? Cada tanto surge un pequeño escándalo literario cuando aparece un diario o cartas, o cuando una novela sin terminar se concluye y se publica. Hay autores que dejan testamentos específicos (no publicar nada hasta después de mi muerte o después de cincuenta años de mi muerte) y otros que no desean que su obra continúe creciendo en forma póstuma. Hay escritores que queman sus escritos, otros que sólo dejan lo que ya se publicó y otros que donan –o venden– a importantes bibliotecas sus cartas, cuadernos, manuscritos o demases.
Andrés Caicedo quiso y buscó la fama literaria y cinematográfica. No dejó un testamento legal, pero en conversaciones con su familia y amigos dejó en claro que lo suyo no era un ejercicio privado. En la carta de despedida de su madre con que abre este libro dice: “Y ojalá que algún día puedan publicarse los libros sobre mi adolescencia que escribí con tanto esmero: El atravesado, ¡Que viva la música!”. Al no matarse en esa fecha, pudo ver ambos libros publicados en vida.
“Dejo algo de obra y muero tranquilo”, dice en la misma carta. En efecto, al morir dejó obra y varios números de su revista Ojo al Cine y folletos con críticas de cine que entregaba a la entrada de su cine club. También dejó muchos manuscritos de ficción: éstos, con el apoyo de su familia y amigos, se transformaron en libros como Noche sin fortuna y Calicalibozo.
Respecto a sus cartas, el propio Caicedo dejó instrucciones de manera explícita e implícita que las consideraba parte de su obra. En la carta que le escribió al crítico Miguel Marías, durante octubre de 1975, le comenta: “...estimulado por tu ejemplo, es que renuevo el género epistolar, en donde se puede encontrar, después de mi muerte, algo de lo mejor que he escrito”. El hecho de que buena parte de sus cartas las escribió con copia en papel carbón y que esas copias las guardó en un legajador en cuya carátula estaba escrito en bolígrafo, de puño y letra del autor, el título: “De mí al cine”. Luis Ospina escribió en el prólogo de Cartas de un cinéfilo que “adentro, organizadas en estricto orden cronológico, estaban las copias que Andrés hacía de cada carta que escribía. Gracias a esa precaución anticipatoria de Caicedo –siempre preocupado por el destino post mortem de sus escritos–, es que podemos leerlas hoy”.
Para Andrés Caicedo las cartas no eran sólo un medio para enviar información, sino un fin literario, acaso la manera donde mejor podía expresarse: “...lo privilegiado que es el espacio de la carta: tener todo el tiempo del mundo para decir, porque la persona escucha sin decir nada; luego tener todo el tiempo del mundo para oír lo que dicen. Es la conversación perfecta. Si tengo miedo cuando te escribo, la distancia es tanta, que mi miedo no se te pega, te atrae, pero no te daña”.
En una carta a Patricia Restrepo, le dice: “Yo la adoro cada día más, cada minuto que pasa la adoro más. Se lo juro que es primera vez que utilizo semejante término y que no me dé pena, ni siquiera me da pena si esta carta absurda la lea todo el mundo”. No sé si estas cartas o el libro, esta autobiografía que construí con sus cartas y otros textos, llegue a todo el mundo. Pero esa es la idea. Que ese cuerpo que antes estuvo en una celda, ahora sea pura palabra. Sus palabras. Eternas, apuradas, caleñas, cinéfilas, extremadamente propias, inimitablemente suyas.

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