martes, 24 de febrero de 2009

Límites del ensayo académico por Jaime Alberto Vélez

El término ensayo, en buena medida, ha termi­nado por convertirse en una denominación confu­sa que los profesores sue­len utilizar para solicitar de sus alumnos cierta for­ma de trabajo académico. Aunque raras veces se in­tenta definirlo con clari­dad, parece existir, no obstante, un acuerdo táci­to sobre sus característi­cas. En realidad, sobre ninguna otra noción abundan tantos sobreen­tendidos y vaguedades y, al mismo tiempo —por paradoja—, una exigencia tan precisa acerca de sus al­cances como sobre este género de escritura.
La consideración unáni­me del ensayo como el medio ideal del trabajo académico se debe sin duda a la relación casi in­disoluble que ha manteni­do en los últimos tiempos con las más destacadas for­mas de transmisión del sa­ber. Esta admiración y este reconocimiento, sin embargo, no bastan por sí solos para que surja de in­mediato, como consecuen­cia inevitable, su escritura generalizada. A pesar de su relación permanente con toda labor académica, su práctica debería erigirse más bien en resultado de un proceso y no propia­mente en su inicio. La ob­servación de los más reco­nocidos maestros del gé­nero permite concluir que aparece como expresión de una sobreabundancia y no como fruto de una ca­rencia o de una necesidad. No se puede perder de vista que el gran ensa­yista es también un gran conocedor.
En el ámbito académico, algunos proceden como si esta forma de escritura consistiera en un esquema de evaluación que el estu­diante pudiera llenar con algunos datos variables, según el tema o la ocasión. Pero su escritura —como corresponde a un proceso gradual de aprendizaje— sólo puede sobrevenir como consecuencia de un camino recorrido. Este género, en otras palabras, no se escribe para mostrar que hay mucho por apren­der, sino porque existe, de hecho, un amplio dominio sobre un tema específico y, además, un lenguaje capaz de expresarlo.
Aunque el término ensa­yo pueda aproximarse al de intento, tal tentativa resulta más válida en quien está provisto de un arma ade­cuada, que en aquel otro que dispara a ciegas y de espaldas al blanco. Si el objetivo consiste en medir el nivel de conocimientos del estudiante, no existe razón válida para que el profesor lo someta a una prueba improcedente. Si se mira bien, no se requie­re un método muy elabo­rado para distinguir el conocimiento de la ignoran­cia. Aun el medio más simple y espontáneo puede cumplir a la perfección con este cometido.
Si se tomara, en cambio, la escritura en general como parte esencial de un método de conocimiento —no otra debe ser su fun­ción—, el ensayo abandona­ría esa condición de único y obsesivo recurso docente (que sólo logra muchas ve­ces desalentar al estudiante consciente), para adquirir por fin el carácter libre y personal que le correspon­de. En rigor, resulta por lo menos inconveniente exi­gir su escritura, cuando un informe o un resumen pue­den cumplir a cabalidad con la misión de dar cuen­ta de un saber específico.
Algunas formas de escri­tura, miradas quizá con cierto desdén, satisfacen necesidades concretas y pueden servir, también, como soporte y adiestramiento para una ulterior escritura del ensayo. Pues­to que no existe todavía una fórmula mágica que garantice su escritura de buenas a primeras, sólo por un mandato del profe­sor, la única posibilidad consiste en adoptar un método progresivo y cons­ciente.
Carece de competencia para escribir un ensayo, como es lógico, quien no posee habilidades para re­dactar una reseña y, mucho menos, claro está, una reseña crítica. De modo que actividades como éstas pueden proporcionar poco a poco los instrumentos necesarios para una escri­tura más ambiciosa y más creativa. Un informe de lec­tura, por ejemplo, repre­senta una actividad nada desdeñable y, practicada con seriedad y aplicación, deja al estudiante en capa­cidad de abordar otras for­mas de escritura más exi­gentes como el trabajo de investigación, la monogra­fía, o la tesis.
Y es que otorgar el nom­bre de ensayo a cualquier clase de escrito entraña no sólo una inexactitud for­mal, sino un indicio pre­ocupante de que el saber ha caído en un relativismo conceptual. Si un geóme­tra jamás denomina escolio a un axioma, no se debe a un mero asunto de termi­nología: tal confusión sig­nificaría, ni más ni menos, la disolución de su saber. Cuando se posee sobre el ensayo una noción difusa, su escritura correrá, por fuerza, la misma suer­te. La adopción de este género, para quien tiene la competencia requerida, no resulta una labor más difícil que la demandada por un estudio, un análisis o un comentario. La plena conciencia del medio utili­zado, más bien, contribu­ye a su fácil ejecución. De ahí que no se tenga noticia aún de un gran ensayista que desconociera lo que escribía. Desde Tomás de Iriarte se sabe que nadie puede resoplar por casua­lidad sobre un instrumen­to musical y producir una obra maestra. La escritura consciente —lejos de la emoción y lejos del dicta­do de la musa— supone, por supuesto, un saber específico; pero, también, un conocimiento relativo a las propiedades y a los alcances del lenguaje escrito.
Por lo general, cuando se habla de ensayo en el medio académico se pien­sa, pues, en un escrito sin normas claras ni técnicas específicas, aunque inteli­gente y bien redactado. Esta aspiración, sin em­bargo, raras veces se col­ma, puesto que a esta suerte de escritura, abierta y creativa, sólo logra acce­der un escritor después de haber asimilado a tal gra­do las normas y las técni­cas, como para olvidarlas luego. Y el medio acadé­mico, como bien se sabe, valora muy poco el olvido.
Ese género indefinido de escritura, que a falta de mejor nombre algunos in­sisten en llamar ensayo, surge como consecuencia de la falta de rigor, de la imprecisión y del descon­cierto que con frecuencia se apoderan de la actividad académica, y su escritura se encarga de reforzar tales defectos. Una indetermi­nación en el método de trabajo ocasiona que los resultados, inevitablemen­te, queden sujetos al azar. De modo que, aunque se siga considerando el ensa­yo como el medio más idóneo para la transmisión del saber, inexplicablemen­te se obvia el conocimien­to de la técnica que le es característica, o se relega su explicación al especia­lista en el género.
En este punto, conviene enfatizar que la escritura de un ensayo no es ajena a ninguna disciplina o, ex­presado de otro modo, que ningún saber posee exclusividad sobre esta for­ma de expresión. Quienes consideran, por ejemplo, que el cuidado del lenguaje constituye un asunto exclu­sivo de lingüistas y de literatos, olvidan que las ideas y los conceptos se expresan por medio de palabras, y que no pueden existir vi­gor y profundidad independientemente del len­guaje. Cualquier saber im­plica, fundamentalmente, conocer el modo de expresarlo.
Al tratar la expresión como un simple empaque formal, o cómo una reali­dad adjetiva e indepen­diente, se soslaya un as­pecto esencial del conoci­miento, esto es, que cual­quier concepto se expresa como lenguaje, y no sólo por medio del lenguaje. El descuido en el manejo del medio expresivo represen­ta, en último término, una deficiencia en el modo de razonar. Sólo lo que se piensa bien, en consecuen­cia, se puede decir bien. Puesto que todo pensa­miento está a la altura de su expresión, resulta ab­surda y carente de eficacia la labor de corregir el as­pecto externo de un escri­to en la creencia de que, por el mismo hecho, mejorará su concepción. Co­rregir las palabras, sin modificar al que escribe, deja intacto el problema. “Quien no sepa expresarse con sencillez y claridad —escribió Karl Popper— no debe decir nada y, más bien, debe seguir traba­jando hasta que pueda lo­grarlo”.
El asunto, pues, no se reduce al mejoramiento de la expresión, como creen algunos formalistas. Todo radica, más bien, en el ajuste perfecto entre el pensamiento y su expresión. La corrección no es la última fase de la escritu­ra —según suponen quienes ven esta labor como un afeite o un maquillaje—, sino que hace parte del proceso mismo de la con­figuración de las ideas. Es­tilo y pensamiento, por tanto, son indisolubles y suceden simultáneamente. Un buen aprendizaje con­sistirá en comprender que el manejo de las palabras corre simultáneo con la forma de razonar. ¿O po­dría, acaso, existir un pen­samiento impecable, ex­presado en un lenguaje in­correcto o deficiente?
Lo que se llama común­mente escribir bien tampo­co garantiza mayor cosa, pues un escrito formal­mente intachable puede te­ner grandes probabilidades de convertirse en un lugar común o una idea conven­cional. Y ello ocurre por­que un lenguaje estableci­do induce con facilidad a un pensamiento igualmen­te establecido. “Toda con­junción imprevista de palabras, que se salga de los moldes gramaticales —ra­zonó con perspicacia Luis Tejada—, significa la exis­tencia de una idea nueva, o al menos, acusa una per­cepción original de la vida, de las cosas”. Por esta razón, quienes plan­tean una noción estricta de la escritura difícilmente poseerán, al mismo tiem­po, una visión abierta de la ciencia y del pensamien­to. La rigidez académica, con seguridad, terminará manifestándose en ambos sentidos. De ahí que el pensamiento establecido recurra a un lenguaje ya consolidado y a unos procedimientos invariables. La retórica, como bien se sabe, no es otra cosa que la expresión de una forma de poder.
Puesto que el objetivo de lo académico se ha limita­do a la transmisión riguro­sa de un saber, resulta ló­gico, entonces, que este medio se muestre más bien contrario a la nove­dad y a la originalidad en la expresión del pensa­miento. El medio acadé­mico tiende a privilegiar por encima del aporte del individuo, el pensamiento oficial, es decir, aquello que posee un carácter in­discutible y un respaldo bi­bliográfico respetable. De­bido a que lo propio del ensayo reside en la visión personal del escritor, se puede deducir con facili­dad que cuando esta forma de expresión no entra en abierta contradicción con lo académico, termina por subyugarse ante él, en cuyo caso pierde su esen­cia, aunque siga conser­vando su nombre vació. Lo que en la universidad se denomina ensayo, en la mayoría de los casos con­siste en un informe obsecuente y previsible, redactado casi siempre en un lenguaje para iniciados. El saber se reduce al em­pleo de un vocabulario.
La academia admira y establece como modelo la libertad y la creatividad de los grandes ensayos, claro está, pero no favorece su escritura; antes bien, mu­chas veces, estos se deben escribir a pesar de su in­flujo, cuando no contra su opresiva autoridad. Actual­mente se estudia la obra de Montaigne en algunas universidades, es cierto, pero se ignora que su pensamiento —cercano al indi­viduo y enemigo de los grupos ilustrados— no tuvo cabida en los estudios for­males de su época, y que permaneció en el olvido de las bibliotecas durante un siglo. Aún hoy, por tal ra­zón, a no pocos profesores les sigue pareciendo un pensador excesivamente informal. Un buen núme­ro de académicos se califi­can a sí mismos de ensayis­tas por el prestigio que ha adquirido esta denomina­ción en los últimos tiem­pos, pero no estarían dis­puestos a compartir con el creador de este género su despreocupación por la solemnidad y su repudio por el pensamiento esta­blecido o de moda.
Ahora bien, el calificati­vo de bien escrito, como ya se dijo, no se agota en me­ros aspectos gramaticales o literarios. Un buen ensa­yo científico, por ejemplo, consiste en una creación insuperable en su campo, que ningún literato, por más habilidad que posea, podría escribir mejor. Los grandes ensayistas científi­cos, en tal sentido, no aña­den a su dominio de una parcela del saber el arte de la expresión, sino que su peculiaridad consiste pre­cisamente en entender la ciencia en el lenguaje en que la escriben. De no es­cribir como lo hacen, no existiría su pensamiento, caracterizado, además, por virtudes como la claridad, la gracia y la agudeza. En el caso del gran ensayista científico, pues, la con­ciencia de las palabras no es nada distinto de la con­ciencia de las cosas.
La escritura de un buen ensayo carecería de senti­do si se redujera a una muestra de habilidad por parte de un escritor aisla­do; este hecho posee, ade­más, un carácter ejemplar. Aparte de las repercusio­nes sobre el lenguaje en general, un buen ensayo evidencia que el lenguaje utilizado posee el vigor suficiente para expresar el pensamiento, y que otros también podrían valerse de él del mismo modo. Una generación de gran­des escritores en una tradi­ción literaria no se explica­ría tan sólo como una co­incidencia en el tiempo, sino que esta eventualidad obedecería a lo que Ezra Pound consideraba como un deber de los literatos: “Mantener la salud y la limpieza del medio expre­sivo”. Es evidente que para un ensayista no signi­fica lo mismo escribir en un período dominado por la claridad, que en otro ca­racterizado por una oscu­ridad engañosa. Aún los mismos embaucadores po­drían caer en las redes del lenguaje que utilizan, tal como lo ha ilustrado el caso de Alan Sokal y su impostura satírica (“Transgrediendo las fron­teras: hacia una hermenéu­tica transformativa de la gravitación cuántica”) pu­blicada por Social Text.
La decadencia de un idioma, en términos de George Orwell, se debe a causas económicas y polí­ticas, y crea un círculo vi­cioso que debe ser inte­rrumpido por quienes tie­nen la responsabilidad pú­blica de manejar el lengua­je y el pensamiento. Cuan­do en una sociedad las pa­labras sirven más para es­conder que para revelar, cuando algunos buscan como propósito contribuir a la confusión general, se impone en quienes escri­ben —casi como un deber ético— una radical reforma del lenguaje que consiste, sencillamente, en llamar a cada cosa por el nombre que le corresponde. A esta actitud se refería Voltaire cuando expresó: “Si que­réis conversar conmigo, definid primero vuestros términos”. Y es que si las palabras no nombraran lo mismo para todos, hablar se convertiría en un acto ilusorio.
La confusión conceptual que rodea el ensayo, por ejemplo, la originan en buena medida quienes em­plean esta palabra para in­tentar mejorar la aparien­cia de sus análisis, sus opi­niones o sus comentarios. Puesto que el término po­see un renombre que se acomoda a su presunción, se prefiere este vocablo a otros, más modestos y precisos, que podrían nombrar con acierto sus escritos. En este caso re­sulta contradictorio, por decir lo menos, que la gracia, la claridad y el respeto por el lector —virtudes que caracterizaron el género desde su origen— preten­dan ser suplantadas hoy por la pesadez y el engreimien­to. De ahí que la palabra ensayo en la actualidad sirva para nombrar cualquier clase de escrito, especial­mente si está dominado por un lenguaje cifrado, o si responde a un rígido método de análisis. El ver­dadero asunto, si se mira bien, no consiste tanto en la problematización del término —que significaría su enriquecimiento semán­tico y conceptual—, sino en su aniquilación, producida por la ausencia de un contenido específico: si todo puede ser un ensayo, nada es un ensayo.
Con el fin de acceder con posibilidades a este género, algunos conside­ran que el método más efi­caz consiste en negarle la lucidez y el humor que le infundió desde el princi­pio su creador. La severi­dad del trabajo académico se convierte en una excusa apropiada para desechar el estilo entretenido que lo ha caracterizado siempre. Ante esta perspectiva cerrada, sin embargo, con­vendría repetir con un per­sonaje de Umberto Eco: “Aun en los libros engaño­sos puede el lector sagaz percibir un pálido reflejo de la sabiduría divina”, y por esa razón, “hay esa clase de obras en la biblio­teca”.Un ensayo sin técnicas ni exigencias, tomado como punto de partida de la labor académica, sólo puede producir como re­sultado la repetición de errores. La razón es que su escritura consiste más en un efecto que en una cau­sa. A él se llega como con­secuencia de un desarrollo consciente de adquisición de conocimientos, de ex­posición y de debate del pensamiento; pero, sobre todo, de formación de un criterio propio. El método de arrojar los niños al agua para que aprendan a nadar solos puede tener cierta conformidad con la naturaleza, pero ofende las técnicas desarrolladas por la cultura y por la civiliza­ción. El ensayo no consis­te, en tal sentido, en una forma espontánea de ex­presión; ni siquiera posee esta característica en Mon­taigne, su espontáneo crea­dor. Su aparente informa­lidad encubre en realidad una compleja y bien tejida relación con los saberes a que hace referencia. Sin embargo, y en contra de cierta tendencia malsana, no demanda tanto un de­rroche de erudición como de saber. De ahí que su es­critura se sitúe en la fase más elevada del conoci­miento, y no propiamente en sus inicios. Se trata, por tanto, de un género de madurez.
Ningún científico serio tendría la pretensión de expresar en un ensayo todo su saber, aunque en cualquier frase suya sea posible advertir la profun­didad de sus conocimien­tos. Su propósito no se re­duce tampoco a la expre­sión condensada de una ciencia, ya que el objeto de un ensayo puede estar constituido por una reali­dad en apariencia irrele­vante. Al dividir Isaiah Berlin a los pensadores en zorras y erizos —siguiendo un enigmático verso de Arquíloco—, recurre a un método de clasificación, peculiar y único, que le permite, no obstante, ex­plicar las diversas formas de pensamiento a lo largo de la historia. Como ensayista, Berlin adopta un método de trabajo perso­nal, descubierto a propósi­to del tema, y ajeno, por tanto, a cualquier esquema conocido. Y es en este punto, justamente, donde se presenta otra contradic­ción con respecto al traba­jo académico, pues mien­tras éste procede horizon­talmente, el ensayo lo hace de modo vertical.
La intensidad propia de un buen ensayo contrasta con la exposición extensa que caracteriza la labor académica. Un curso, como es apenas lógico, busca un propósito ex­haustivo que la misma na­turaleza del ensayo repele. Este género de escritura puede representar un apo­yo invaluable dentro de la actividad académica, sin duda, pero el verdadero soporte de un curso reside en el tratado, cuya finali­dad consiste en cubrir li­neal y secuencialmente los diversos aspectos de un sa­ber. A pesar, pues, del prestigio, y hasta de la fas­cinación que ejerce el en­sayo, resulta también en este aspecto comprensible su rareza en el medio académico.
Así como la noción de ensayo no se identifica con la de un escrito cualquiera, tampoco podrían definirse de manera indudable sus límites. Por esta razón, al sistema educativo, tan afecto a las fórmulas, no le queda, ante la imposibili­dad de situarlo de manera precisa, una salida distinta de un pragmatismo con­ceptual, que induce a ver en este género una forma abierta de escritura sin an­tecedentes históricos ni implicaciones teóricas. Sus características se reducen, así, a la mayor o menor capacidad especulativa del estudiante. De ahí que por ensayo se entienda, en úl­timo término, una digre­sión interesante para el medio académico, pero sin incidencia efectiva en la realidad. Y la prueba de ello es que buena parte de la producción intelectual universitaria permanece en las aulas de clase, en una suerte de autismo y de complicidad que eluden la confrontación y el riesgo.
Un ensayo sin interlocu­tor difícilmente conserva­ría su nombre, pero tam­bién lo perderían aquellos escritos redactados con el solo propósito de halagar la vanidad y los intereses del profesor. Mientras un buen ensayo posee un ca­rácter libre, la mayoría de los trabajos académicos se escriben por encargo, y con la manifiesta intención de cumplir un determinado objetivo. La reducción a un propósito, a una ver­dad y a un lenguaje, termi­na por convertir este géne­ro en una forma de perte­nencia a una sociedad se­creta, tal como se percibe en ciertas publicaciones especializadas, destinadas sólo a miembros del gru­po. Aunque una de las fun­ciones del conocimiento consista precisamente en formalizar y clasificar, esta actividad, paradójicamen­te, parece no operar con respecto al ensayo, sometido en la práctica a una continua disolución de sus principales características.
A pesar de que un análi­sis detenido de los princi­pales representantes del gé­nero permitiera extraer una fórmula útil y estable, este hallazgo tranquiliza­dor no serviría tampoco gran cosa. Si un ensayo, por ejemplo, llegara a definirse, sin mayores re­sistencias conceptuales, como la combinación de ideas expositivas y argu­mentativas, no quedarían excluidos otros, igual­mente válidos, que utili­zaran descripciones o na­rraciones para alcanzar sus propósitos. Porque ensayo quiere decir tam­bién experimento. Antes que en una fórmula de lenguaje, los aspectos que definen este género resi­den en la actitud del escri­tor, es decir, en una mane­ra peculiar de comunicar las ideas, más que en una serie inmutable de proce­dimientos para llegar a este objetivo. De la mis­ma manera que resulta di­fícil explicar que una gran bailarina hace algo más que repetir una sucesión estricta de pasos, también se podría afirmar que este género no se reduce a la transmisión de ideas, aun­que consista precisamente en tal cosa. Algo indefini­ble permite que en manos de un buen ensayista un tema cualquiera se con­vierta en una gran obra, mientras abordado por un escritor inexperto no pase de una simple y aburrida lección.
A despecho de la pesa­dez y de la monotonía, inherentes a la labor acadé­mica, conviene aclarar que el ensayo científico no tendría por qué ser más li­mitado, más severo o más tedioso que el llamado en­sayo literario. Para hablar en términos científicos de la sangre, por ejemplo, el escritor Miroslav Holub, investigador en inmuno­logía, se vale de una rata almizclera que ha caído en una alberca de su jardín al comienzo de la primavera. De manera parecida, el médico Lewis Thomas para expresar su idea —es decir, la idea científica— de la muerte, se refiere a su­cesos en apariencia intras­cendentes que ocurren en el patio de su propia casa. Para un buen ensayista científico, hasta la sangre de una rata de jardín posee moléculas de hemoglobi­na, y un humilde ratón que cuelga, laxo, en las fauces de un gato, también segrega endorfinas que aminoran el dolor en el umbral de la muerte. En vez de acometer en frío el dato universalmente váli­do, Holub y Thomas —sólo por citar dos modelos sig­nificativos— hacen percep­tible su vigencia en la vida diaria. Lejos de la aridez y hasta de cierta aspereza conceptual, el gran ensayo pugna contra la deshumanización e intenta encontrar un punto efectivo de unión con el ser humano concreto.
Ante la ciencia, como se sabe, el individuo como tal no representa nada, ni a nadie, pero ante el ensayis­ta científico se convierte en interlocutor —en el úni­co interlocutor posible— por mediación sobre todo del punto de vista adoptado. En este caso, el individuo siente que el ensayo se escribió para él, pues una de las peculiaridades de esta clase de ensayista consiste en que evita a toda costa abrumar al lector.
Una concepción humanista de los conocimientos no es exclusiva de este gé­nero de escritura y, más bien, podría decirse que debe regir el método edu­cativo en general, ya que un estudiante no podría de otro modo asumir como suyos la ciencia y el saber. Por esta razón, la incapaci­dad académica para acce­der a esta forma de escritu­ra no debería entenderse como falta de información sobre sus técnicas específi­cas, sino como un fracaso del sistema educativo en general. La explicación es que para escribir un ensayo se requiere un ser humano informado, con sensibili­dad y con criterio propio, ¿y no reside precisamente en estos tres aspectos la fi­nalidad de la educación?

2 comentarios:

  1. QUE PEREZA LEER TODO ESTO !!!!

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  2. terrible este escrito, se extendió mas de lo necesario, y se enredo mucho en algunos parrafos, debe hacer como dice poper aprender a escribir sencillo y ser mas puntual, todo lo que dijo lo pudo decir en menos de la mitad.

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