jueves, 10 de diciembre de 2009

Cada palabra sabe algo sobre el círculo vicioso Por Herta Müller

Discurso de aceptación del Premio Nobel de Literatura, 7 diciembre de 2009

¿TIENES UN PAÑUELO? me preguntaba mi madre cada mañana en la puerta de casa, antes de que yo saliera a la calle. Yo no tenía el pañuelo, y como no lo tenía, regresaba a la habitación y sacaba un pañuelo. No tenía el pañuelo cada mañana, porque cada mañana aguardaba la pregunta. El pañuelo era la prueba de que mi madre me protegía por la mañana. A otras horas del día, más tarde o en otras circunstancias, quedaba a merced de mí misma. La pregunta ¿TIENES UN PAÑUELO? era una ternura indirecta. Una directa hubiera sido penosa, algo que no existía entre los campesinos. El amor se disfrazaba de pregunta. Sólo así podía decirse a secas, en tono de orden, como las maniobras del trabajo. El hecho de que la voz fuera áspera realzaba incluso la ternura. Cada mañana estaba yo una vez sin pañuelo en la puerta, y una segunda vez con pañuelo. Sólo después salía a la calle, como si con el pañuelo también estuviera mi madre.
Y veinte años más tarde estaba hacía tiempo sola en la ciudad, como traductora en una fábrica de maquinarias. A las cinco de la mañana me levantaba, y a las seis y media empezaba el trabajo. Por la mañana resonaba el himno sobre el patio de la fábrica a través del altavoz, durante la pausa del mediodía se escuchaban los coros de los obreros. Pero los obreros, que estaban comiendo, tenían ojos vacíos como hojalata, manos embadurnadas de aceite, y su comida estaba envuelta en papel de periódico. Antes de comerse un trocito de tocino, le quitaban la tinta del periódico rascándola con el cuchillo. Dos años transcurrieron al trote de la cotidianeidad, cada día igual al otro.
Al tercer año se acabó la igualdad de los días. En el transcurso de una semana entró tres veces en mi oficina, a primera hora de la mañana, un hombre gigantesco, de huesos sólidos, con ojos azules centelleantes, un coloso del Servicio Secreto.
La primera vez me insultó de pie y se marchó.
La segunda vez se quitó el impermeable, lo colgó en una percha del armario y se sentó. Aquella mañana yo había traído de casa unos tulipanes y los estaba acomodando en el florero. El tipo me observaba y alabó mi inusual conocimiento del ser humano. Su voz era resbaladiza. Sentí un gran desasosiego. Impugné su elogio y le aseguré que sabía algo de tulipanes, pero nada del ser humano. Entonces me dijo en tono malicioso que él me conocía mejor que yo a los tulipanes. Luego se colgó del brazo el impermeable y se marchó.
La tercera vez se sentó y yo permanecí de pie, porque había dejado su cartera sobre mi silla. No me atreví a ponerla en el suelo. Me insultó tratándome de necia redomada, holgazana, putilla, tan corrompida como una perra vagabunda. Empujó los tulipanes hasta casi el borde de la mesa, en cuyo centro puso una hoja de papel vacía y un lápiz. Rugió: escribe. De pie, empecé a escribir lo que me iba dictando. Mi nombre con fecha de nacimiento y dirección. Y después que yo, independientemente de la proximidad o del parentesco, no le diría a nadie que..., y entonces llegó la horrible palabra: colaborez, iba a colaborar. Esta palabra ya no la escribí. Puse el lápiz a un lado y me dirigí a la ventana, por la que miré hacia la polvorienta calle. No estaba asfaltada, baches y casas gibosas. Y esa calleja ruinosa se llamaba, encima, Strada Gloriei: calle de la gloria. En la calle de la gloria había un gato trepado en la morera desnuda. Era el gato de la fábrica y tenía una oreja desgarrada. Encima de él brillaba el sol matinal como un tambor amarillo. Dije: N-am caracterul. No tengo este carácter. Se lo dije a la calle, fuera. La palabra CARÁCTER puso histérico al hombre del Servicio Secreto. Rompió la hoja y tiró los trozos al suelo. Pero probablemente se le ocurrió que tendría que presentarle a su jefe la prueba de que había intentado incorporarme a su red de espionaje, porque se agachó, recogió todos los trozos en una mano y los metió en su cartera. Luego lanzó un profundo suspiro y, en medio de su derrota, arrojó hacia la pared el florero con los tulipanes, que se estrelló y crujió como si hubiera dientes en el aire. Con la cartera bajo el brazo dijo en voz queda: esto lo pagarás muy caro. Te ahogaremos en el río. Como hablando conmigo misma dije: Si firmo eso ya no podré vivir conmigo y tendría que hacerlo yo. Mejor háganlo ustedes. Y al instante la puerta de la oficina ya estaba abierta y él se había marchado. Y fuera, en la Strada Gloriei, el gato de la fábrica había saltado del árbol al tejado de la casa. Una de las ramas se mecía como un trampolín.
Al día siguiente comenzó el tira y afloja. Yo debía desaparecer de la fábrica. Cada mañana a las seis y media tendría que presentarme ante el director, con el que cada mañana estaban el jefe del sindicato y el secretario el Partido. Y así como en otros tiempos me preguntaba mi madre: ¿tienes un pañuelo? ahora me preguntaba cada mañana el director: ¿Has encontrado otro trabajo? Y yo le respondía cada vez lo mismo: No estoy buscando ninguno. Estoy a gusto aquí en la fábrica, quisiera quedarme hasta la jubilación.
Una mañana llegué al trabajo y mis voluminosos diccionarios estaban en el suelo del pasillo, junto a la puerta de mi oficina. La abrí, y había un ingeniero sentado a mi escritorio. Me dijo: aquí se llama a la puerta antes de entrar. Ahora estoy aquí yo, y tú ya no tienes nada que hacer en este despacho. A casa no podía irme, porque habrían tenido un pretexto para despedirme por faltar sin permiso. Ahora no tenía oficina, y con mayor razón tenía que ir cada día normalmente al trabajo, por ningún motivo debía ausentarme.
Una amiga, a la que cada día se lo contaba todo en el camino de vuelta a casa por la Strada Gloriei, me dejó compartir al principio una esquina de su escritorio. Pero una mañana se plantó ante la puerta de la oficina y me dijo: No me autorizan a dejarte entrar. Todos dicen que eres una soplona. Las trabas y vejaciones se enviaban hacia abajo, los rumores empezaron a propagarse entre los colegas. Eso era lo peor. Contra los ataques uno puede defenderse, contra la calumnia es impotente. Yo contaba cada día con todo, incluso con la muerte. Pero con esa perfidia no sabía qué hacer. Ningún cálculo la volvía soportable. La calumnia nos atiborra de mugre, y nos asfixiamos porque no podemos defendernos. En opinión de mis colegas yo era exactamente aquello a lo que me había negado. Si los hubiera espiado y delatado, habrían confiado en mí sin sospechar nada. En el fondo, me castigaban porque yo los protegía.
Como ahora con mayor razón no podía ausentarme, pero no tenía despacho y a mi amiga no le permitían dejarme entrar en el suyo, me instalé, indecisa, en la caja de la escalera, una escalera que recorrí varias veces de arriba abajo – de pronto volví a ser la hija de mi madre, porque TENÍA UN PAÑUELO. Lo extendí en un escalón entre el primer y el segundo piso, lo alisé para que estuviera como es debido y me senté encima. Me puse en las rodillas mis gruesos diccionarios y empecé a traducir descripciones de máquinas hidráulicas. Yo era un chiste malo sobre la escalera, y mi despacho, un pañuelo. En las pausas del mediodía, mi amiga se sentaba en la escalera junto a mí. Comíamos juntas como antes en su oficina y, más antes aún, en la mía. Por el altavoz del patio, como siempre, los coros de los obreros entonaban cantos sobre la felicidad del pueblo. Mi amiga comía y lloraba por mí. Yo no. Debía mantenerme firme y dura. Largo tiempo. Unas cuantas semanas eternas, hasta que me despidieron.
En la época en que yo era un chiste malo sobre la escalera, consulté el diccionario para averiguar la importancia de la palabra ESCALERA. El primer escalón de la escalera se llama PELDAÑO DE ARRANQUE, el último escalón, PELDAÑO DEL DESCANSILLO. Los escalones horizontales que uno pisa encajan lateralmente en las MEJILLAS DE LA ESCALERA, y los espacios libres entre los distintos peldaños se llaman incluso OJOS DE LA ESCALERA. Por las piezas de las máquinas hidráulicas, embadurnadas de aceite, ya conocía las bellas palabras COLA DE GOLONDRINA y CUELLO DE CISNE, para ajustar un tornillo se utilizaba una MADRE DE TORNILLO, e igualmente me dejaron asombrada los poéticos nombres de las partes de una escalera, la belleza del lenguaje técnico: MEJILLAS DE LA ESCALERA, OJOS DE LA ESCALERA – es decir, la escalera tenía un rostro, ya fuese de madera, piedra, cemento o hierro – y los hombres reproducen su propia cara en las cosas más voluminosas del mundo, dan al material muerto los nombres de su propia carne, lo personifican en partes del cuerpo. Y el arduo trabajo sólo les resulta soportable a los especialistas gracias a esa ternura oculta. Cada trabajo, en cada profesión, se rige por el mismo principio de la pregunta de mi madre sobre el pañuelo.
Cuando yo era niña, en casa había un cajón destinado a los pañuelos. En él se alineaban tres pilas en dos hileras, una detrás de la otra:
A la izquierda, los pañuelos de hombre, para el padre y el abuelo.
A la derecha, los pañuelos de mujer, para la madre y la abuela.
En el centro, los pañuelos de niño, para mí.
Aquel cajón era nuestro retrato de familia en formato de pañuelo. Los pañuelos de hombre eran los más grandes, tenían un borde oscuro de color marrón, gris o burdeos. Los pañuelos de mujer eran más pequeños, con borde azul celeste, rojo o verde. Los pañuelos de niño eran los más pequeños, sin borde, pero en el cuadrado blanco había flores o animales pintados. Entre los tres tipos de pañuelos había los que se usaban los días laborables, en la hilera anterior, y los que se usaban los domingos, en la hilera posterior. Los domingos, el pañuelo debía hacer juego con el color de la ropa, aunque no se viera.
Ningún otro objeto en la casa, ni siquiera nosotros mismos, nos resultaba tan importante como el pañuelo. Podía utilizarse para una infinidad de cosas: resfriados, cuando la nariz sangraba o había alguna herida en la mano, el codo o la rodilla, cuando uno lloraba o lo mordía para reprimir el llanto. Un pañuelo frío y húmedo en la frente aliviaba el dolor de cabeza. Con cuatro nudos en las esquinas servía para protegerse del sol o de la lluvia. Cuando uno quería acordarse de algo, hacía un nudo en el pañuelo como artificio mnemotécnico. Para cargar bolsas pesadas se envolvía en él la mano. Si ondeaba era una señal de despedida cuando el tren salía de la estación. Y como tren se dice en rumano TREN, y en el dialecto del Banato lágrima (Träne) se dice trän, en mi cabeza el chirrido de los trenes sobre los rieles equivalía siempre al llanto. En la aldea, cuando alguien moría se le ataba enseguida un pañuelo en torno a la barbilla para que la boca permaneciera cerrada cuando pasaba la rigidez cadavérica. Cuando en la ciudad alguien se desplomaba al borde del camino, siempre había un transeúnte que con su pañuelo cubría la cara del muerto, y así el pañuelo pasaba a ser su primer reposo mortuorio.
A última hora de la tarde, los días calurosos del verano, los padres enviaban a sus hijos al cementerio para que regasen las flores. Nos juntábamos dos o tres e íbamos de una tumba a la otra, regando rápidamente. Luego nos sentábamos, muy pegados unos a otros, en las escaleras de la capilla y observábamos cómo de algunas tumbas subían nubecillas de vapor blanco. Volaban un ratito en el aire negro y desaparecían. Para nosotros eran las almas de los muertos: Figuras zoomórficas, gafas, frasquitos y tazas, guantes y medias. Y de vez en cuando un pañuelo blanco con el borde negro de la noche.
Más tarde, conversando con Oskar Pastior para escribir sobre su deportación a un campo de trabajos forzados soviético, me contó que una anciana madre rusa le regaló una vez un pañuelo blanco de batista. Tal vez tengáis suerte tú y mi hijo, y podáis regresar pronto a casa, dijo la rusa. Su hijo tenía la misma edad que Oskar Pastior y estaba tan lejos de casa como él, en la dirección opuesta, dijo, en un batallón de castigo. Oskar Pastior había llamado a su puerta como un mendigo medio muerto de hambre, quería cambiarle un trozo de carbón por un poquito de comida. Ella lo hizo entrar en la casa y le dio un plato de sopa. Y cuando la nariz de Oskar empezó a gotear en el plato, le dio el pañuelo blanco de batista, que nadie había usado todavía. Con un borde calado de bastoncillos y rosetas impecablemente bordados con hilos de seda, el pañuelo era una belleza que abrazó e hirió al mendigo. Un híbrido; por un lado un consuelo de batista; por el otro, una cinta métrica con bastoncillos de seda, las rayitas blancas en la escala de su desamparo. El mismo Oskar Pastior era un híbrido para esa mujer: un mendigo extraño en la casa y un hijo perdido en el mundo. En esas dos personas lo había hecho feliz y le había exigido demasiado el gesto de una mujer que para él también era dos personas: una rusa extraña y una madre preocupada con la pregunta: ¿TIENES UN PAÑUELO?
Desde que me enteré de esta historia también yo tengo una pregunta: ¿Es ¿TIENES UN PAÑUELO? válida en todas partes y se halla extendida sobre medio mundo en el brillo de la nieve entre la congelación y el deshielo? ¿Cruza todas las fronteras pasando entre montañas y estepas hasta adentrarse en un gigantesco imperio sembrado de campos de trabajos forzados? ¿No hay manera de dar muerte a la pregunta ¿TIENES UN PAÑUELO? ni siquiera con la hoz y el martillo, ni siquiera en el estalinismo de la reeducación a través de tantos campos de trabajos forzados?
Aunque hace décadas que hablo rumano, en la conversación con Oskar Pastior me percaté por primera vez de que en rumano pañuelo se dice BATISTA, de nuevo la sensual lengua rumana, que simplemente lanza con apremio sus palabras hasta el corazón de las cosas. El material no da ningún rodeo, se designa como pañuelo listo, como BATISTA. Como si cada pañuelo fuera de batista en todo tiempo y lugar.
Oskar Pastior guardó en la maleta el pañuelo como reliquia de una doble madre con un doble hijo. Luego se lo llevó a casa tras cinco largos años en el campo de trabajos forzados. ¿Por qué? – su pañuelo blanco de batista era esperanza y miedo, y cuando uno renuncia a la esperanza y al miedo, muere.
Después de la conversación sobre el pañuelo blanco me pasé media noche pegándole a Oskar Pastior un collage sobre un papel blanco:
Aquí bailan puntos dice Bea
entras en un vaso de leche de tallo largo
ropa interior blanca tina de zinc gris verde
contra reembolso se corresponden
casi todos los materiales
mira aquí
yo soy el viaje en tren y
la cereza en la jabonera
nunca hables con hombres extraños ni
acerca de la Central
Cuando a la semana siguiente fui a su casa a regalarle el collage, me dijo: encima debes pegar: “PARA OSKAR”. Yo le dije: Lo que te doy, te pertenece, y tú lo sabes. Él dijo: debes pegarlo encima, tal vez el papel no lo sepa. Me lo llevé de nuevo a casa y encima pegué: para Oskar. Y se lo volví a regalar la semana siguiente, como si hubiera regresado la primera vez de la puerta sin pañuelo y ahora estuviera por segunda vez en la puerta con pañuelo.
Con un pañuelo termina también otra historia:
El hijo de mis abuelos se llamaba Matz. En los años treinta lo enviaron a Timişoara a estudiar finanzas para que se hiciera cargo del negocio de cereales y de la tienda de ultramarinos de la familia. En la Escuela enseñaban maestros del Reich alemán, auténticos nazis. Al concluir sus estudios Matz quizás había recibido, de paso, una capacitación en finanzas, pero sobre todo recibió una formación de nazi – un lavado de cerebro planificado. Cuando salió de la escuela, Matz era un nazi fervoroso, un convertido. Ladraba consignas antisemitas, era inalcanzable como un débil mental. Mi abuelo lo reprendió repetidas veces, diciéndole que debía toda su fortuna sólo a los créditos de hombres de negocios judíos amigos suyos. Y al ver que esto no servía de nada, lo abofeteó varias veces. Pero a su hijo le habían trastornado el juicio. Jugaba a ser el ideólogo de la aldea, vejaba a los muchachos de su edad que se negaban a ir al frente. En el ejército rumano ocupaba un puesto de oficinista. Pero de la teoría quiso pasar a la práctica. Se presentó voluntario en las SS, quería ir al frente. Unos meses después regresó a casa para casarse.
Tras haber sido testigo de los crímenes en el frente, aprovechó una fórmula mágica válida para escaparse unos días de la guerra. Esa fórmula mágica era: permiso por boda.
Mi abuela tenía dos fotos de su hijo Matz en el fondo de un cajón, una foto de la boda y una foto de la muerte. En la foto de la boda se ve una novia vestida de blanco, una mano más alta que él, esbelta y seria, una virgen de yeso. Sobre su cabeza hay una corona de cera como hojas nevadas. Junto a ella está Matz con su uniforme nazi. En vez de ser un novio, es un soldado. Un soldado de la boda y su propio último soldado de la patria. Apenas volvió al frente, llegó la foto de la muerte. Y en ella un último soldado destrozado por una mina. La foto de la muerte es del tamaño de una mano, un campo negro, en el centro un paño blanco con un montoncito gris de restos humanos. Sobre el fondo negro, el paño blanco parece tan pequeño como un pañuelo de niño cuyo cuadrado blanco tiene pintado en el centro un dibujo extraño. Para mi abuela esa foto también tenía su híbrido. En el pañuelo blanco había un nazi muerto, en su memoria, un hijo vivo. Mi abuela dejó esa doble foto todos aquellos años en su devocionario. Rezaba cada día. Probablemente sus oraciones también tenían doble fondo. Probablemente seguían el hiato entre el hijo querido y el nazi obcecado y pedían también al Señor Dios que hiciera el espagat de amar a ese hijo y perdonar al nazi.
Mi abuelo había sido soldado en la Primera Guerra Mundial. Sabía de qué estaba hablando cuando decía a menudo y en tono amargo, refiriéndose a su hijo Matz: Sí, cuando ondean al viento las banderas, el juicio se pierde en las trompetas. Esta advertencia también era aplicable a la siguiente dictadura, en la que me tocó vivir a mí misma. A diario se veía cómo el juicio de los pequeños y grandes oportunistas se perdía en las trompetas. Yo decidí no tocar la trompeta.
Pero de niña tuve que aprender a tocar el acordeón contra mi voluntad. Pues en la casa se había quedado el acordeón rojo de Matz, el soldado muerto. Las correas del acordeón eran demasiado largas para mí, y para que no se resbalaran por mis hombros, el maestro de acordeón me las ataba a la espalda con un pañuelo.
Se puede decir que precisamente los objetos más pequeños, ya sean trompetas, acordeones o pañuelos, terminan atando las cosas más dispares en la vida; que los objetos giran y, en sus desviaciones, tienen algo que obedece a las repeticiones, al círculo vicioso. Uno puede creerlo, mas no decirlo. Pero lo que no puede decirse, puede escribirse. Porque la escritura es un quehacer mudo, un trabajo que va de la cabeza a la mano. De la boca se prescinde. En la dictadura yo hablaba mucho, sobre todo porque había decidido no tocar la trompeta. La mayoría de las veces, hablar tenía consecuencias intolerables. Pero la escritura empezó en el silencio, en aquella escalera de la fábrica donde tuve que sopesar y decidir conmigo misma más cosas de las que podían decirse. El acontecer ya no podía articularse en palabras. A lo sumo los añadidos externos, mas no su dimensión. Esta yo sólo podía deletrearla en mi cabeza, en silencio, en el círculo vicioso de las palabras al escribir. Reaccionaba ante el miedo a la muerte con hambre de vida. Era un hambre de palabras. Sólo el torbellino de las palabras podía captar mi estado y deletreaba lo que no podía decirse con la boca. Yo iba detrás de lo vivido en el círculo vicioso de las palabras, hasta que aparecía algo que no había conocido antes. Paralelamente a la realidad entraba en acción la pantomima de las palabras, que no respeta dimensiones reales, reduce las cosas principales y aumenta las secundarias. El círculo vicioso de las palabras confiere de buenas a primeras una especie de lógica maldita a lo vivido. La pantomima es furiosa y permanece atemorizada y tan adicta como hastiada. El tema dictadura surge ahí espontáneamente, porque la naturalidad ya nunca regresa cuando a uno se la han robado casi por completo. El tema está implícito ahí, pero las palabras se apoderan de mí y llevan al tema adonde quieren. Ya nada es cierto y todo es verdad.
Como chiste malo sobre la escalera estaba yo tan sola como en aquella época, en que de niña, cuidaba vacas en el valle del río. Comía hojas y flores para formar parte de ellas, porque ellas sabían cómo se vive y yo no. Me dirigía a ellas dándoles un nombre. El nombre cardo lechoso debía ser realmente la planta espinosa con leche en los tallos. Pero la planta no escuchaba el nombre cardo lechoso. Entonces yo lo intentaba con nombres inventados: COSTILLA ESPINOSA, CUELLO DE AGUJA, en los que no figuraban ni cardo ni lechoso. En el engaño de todos los nombres falsos ante la planta verdadera se abría el agujero hacia el vacío. La situación ridícula de hablar a solas en voz alta conmigo y no con la planta. Pero la situación ridícula me hacía bien. Yo cuidaba vacas y el sonido de las palabras me protegía. Sentía:
Cada palabra en el rostro
sabe algo del círculo vicioso
y no lo dice
El sonido de las palabras sabe que debe engañar, porque los objetos engañan con su material, y los sentimientos, con sus gestos. En el punto de intersección del engaño de los materiales y de los gestos se instala el sonido de las palabras con su verdad inventada. Al escribir no puede hablarse de confianza, sino más bien de la honestidad del engaño.
Por entonces, en la fábrica, cuando yo era un chiste malo sobre la escalera, y el pañuelo, mi oficina, también encontré en el diccionario la hermosa palabra INTERÉS ESCALONADO, que designa las tasas de interés de un préstamo que van subiendo por tramos. Las tasas de interés son para uno gastos y para otro, ingresos. Al escribir acaban siendo ambas cosas, cuanto más voy ahondando en el texto. Cuanto más me expolia lo escrito, tanto más muestra a lo vivido lo que no había en el vivir. Sólo las palabras lo descubren, porque antes no lo conocían. Allí donde sorprenden a lo vivido es donde mejor lo reflejan. Se vuelven tan apremiantes que lo vivido debe aferrarse a ellas para no deshacerse.
Me parece que los objetos no conocen su material, que los gestos no conocen sus sentimientos y las palabras tampoco conocen la boca que las enuncia. Pero para asegurarnos nuestra propia existencia necesitamos los objetos, los gestos y las palabras. Cuanto más palabras nos es permitido usar, tanto más libres somos. Cuando se nos prohíbe la boca, intentamos afirmarnos con gestos e incluso con objetos. Son más difíciles de interpretar y permanecen un tiempo libres de sospecha. Y así pueden ayudarnos a convertir la humillación en una dignidad que permanece libre de sospecha por un tiempo.
Poco antes de mi emigración de Rumania, el policía de la aldea vino un día muy de mañana a llevarse a mi madre. Ella estaba ya en la puerta cuando se le ocurrió la pregunta: ¿TIENES UN PAÑUELO? Y no lo tenía. Aunque el policía se mostró impaciente, ella volvió a entrar en la casa y sacó un pañuelo. En la comisaría el policía estalló en gritos e improperios. Los conocimientos de rumano de mi madre no bastaban para que comprendiera los rugidos del policía, que luego se marchó del despacho y cerró la puerta con llave desde fuera. Mi madre se pasó el día entero encerrada allí. Las primeras horas sentada a la mesa, llorando. Después empezó a ir de un lado para otro y a limpiar el polvo de los muebles con el pañuelo empapado en lágrimas. Por último cogió el cubo de agua del rincón y la toalla que colgaba de un clavo en la pared y fregó el piso. Me quedé aterrada cuando me lo contó. ¿Cómo has podido fregarle el despacho a ese individuo?, le pregunté. Y ella me respondió, sin ningún reparo: quería hacer algo para matar el tiempo. Y el despacho estaba tan mugriento. Hice bien en llevarme uno de los pañuelos de hombre, grandes.
Sólo entonces comprendí que con esa humillación adicional, pero voluntaria, se había proporcionado dignidad en aquel arresto. En un collage busqué palabras para formularlo:
Yo pensaba en la rosa vigorosa en el corazón
en el alma inservible como un colador
pero el propietario preguntó:
¿quién se acaba imponiendo?
yo dije: salvar el pellejo
él gritó: el pellejo es
sólo una mancha de la batista ofendida
sin juicio.
Me gustaría poder decir una frase para todos aquellos que, en las dictaduras, todos los días, hasta hoy, son despojados de su dignidad, aunque sea una frase con la palabra pañuelo, aunque sea la pregunta: ¿TENÉIS UN PAÑUELO?
Puede ser que, desde siempre, la pregunta por el pañuelo no se refiera en absoluto al pañuelo, sino a la extrema soledad del ser humano.

Traducido por Juan José del Solar Bardelli

Tlön, Uqbar, Orbis Tertius Por Jorge Luis Borges

I

Debo a la conjunción de un espejo y de una enciclopedia el descubrimiento de Uqbar. El espejo inquietaba el fondo de un corredor en una quinta de la calle Gaona, en Ramos Mejía; la enciclopedia falazmente se llama The Anglo-American Cyclopaedía (New York, 1917) y es una reimpresión literal, pero también morosa, de la Encyclopaedia Britannica de 1902. El hecho se produjo hará unos cinco años. Bioy Casares había cenado conmigo esa noche y nos demoró una vasta polémica sobre la ejecución de una novela en primera persona, cuyo narrador omitiera o desfigurara los hechos e incurriera en diversas contradicciones, que permitieran a unos pocos lectores -a muy pocos lectores- la adivinación de una realidad atroz o banal. Desde el fondo remoto del corredor, el espejo nos acechaba. Descubrimos (en la alta noche ese descubrimiento es inevitable) que los espejos tienen algo monstruoso. Entonces Bioy Casares recordó que uno de los heresiarcas de Uqbar había declarado que los espejos y la cópula son abominables, porque multiplican el número de los hombres. Le pregunté el origen de esa memorable sentencia y me contestó que The Anglo-American Cyclopaedia la registraba, en su artículo sobre Uqbar. La quinta (que habíamos alquilado amueblada) poseía un ejemplar de esa obra. En las últimas páginas del volumen XLVI dimos con un artículo sobre Upsala; en las primeras del XLVII, con uno sobre Ural-Altaic Languages, pero ni una palabra sobre Uqbar. Bioy, un poco azorado, interrogó los tomos del índice. Agotó en vano todas las lecciones imaginables: Ukbar, Ucbar, Ookbar, Oukbahr... Antes de irse, me dijo que era una región del Irak o del Asia Menor. Confieso que asentí con alguna incomodidad. Conjeturé que ese país indocumentado y ese heresiarca anónimo eran una ficción improvisada por la modestia de Bioy para justificar una frase. El examen estéril de uno de los atlas de Justus Perthes fortaleció mi duda.

Al día siguiente, Bioy me llamó desde Buenos Aires. Me dijo que tenía a la vista el artículo sobre Uqbar, en el volumen XXVI de la Enciclopedia. No constaba el nombre del heresiarca, pero sí la noticia de su doctrina, formulada en palabras casi idénticas a las repetidas por él, aunque -tal vez- literariamente inferiores. Él había recordado: Copulation and mirrors are abominable. El texto de la Enciclopedia decía: Para uno de esos gnósticos, el visible universo era una ilusión o (más precisamente) un sofisma. Los espejos y la paternidad son abominables (mirrors and fatherhood are hateful) porque lo multiplican y lo divulgan. Le dije, sin faltar a la verdad, que me gustaría ver ese artículo. A los pocos días lo trajo. Lo cual me sorprendió, porque los escrupulosas índices cartográficos de la Erdkunde de Ritter ignoraban con plenitud el nombre de Uqbar.

El volumen que trajo Bioy era efectivamente el XXVI de la Anglo-American Cyclopaedia. En la falsa carátula y en el lomo, la indicación alfabética (Tor-Ups) era la de nuestro ejemplar, pero en vez de 917 páginas constaba de 921. Esas cuatro páginas adicionales comprendían al artículo sobre Uqbar; no previsto (como habrá advertido el lector) por la indicación alfabética. Comprobamos después que no hay otra diferencia entre los volúmenes. Los dos (según creo haber indicado) son reimpresiones de la décima Encyclopaedia Britannica. Bioy había adquirido su ejemplar en uno de tantos remates.

Leímos con algún cuidado el artículo. El pasaje recordado por Bioy era tal vez el único sorprendente. El resto parecía muy verosímil, muy ajustado al tono general de la obra y (como es natural) un poco aburrido. Releyéndolo, descubrimos bajo su rigurosa escritura una fundamental vaguedad. De los catorce nombres que figuraban en la parte geográfica, sólo reconocimos tres -Jorasán, Armenia, Erzerum-, interpolados en el texto de un modo ambiguo. De los nombres históricos, uno solo: el impostor Esmerdis el mago, invocado más bien como una metáfora. La nota parecía precisar las fronteras de Uqbar, pero sus nebulosos puntos de referencias eran ríos y cráteres y cadenas de esa misma región. Leímos, verbigracia, que las tierras bajas de Tsai Jaldún y el delta del Axa definen la frontera del sur y que en las islas de ese delta procrean los caballos salvajes. Eso, al principio de la página 918. En la sección histórica (página 920) supimos que a raíz de las persecuciones religiosas del siglo trece, los ortodoxos buscaron amparo en las islas, donde perduran todavía sus obeliscos y donde no es raro exhumar sus espejos de piedra. La sección idioma y literatura era breve. Un solo rasgo memorable: anotaba que la literatura de Uqbar era de carácter fantástico y que sus epopeyas y sus leyendas no se referían jamás a la realidad, sino a las dos regiones imaginarias de Mlejnas y de Tlön... La bibliografía enumeraba cuatro volúmenes que no hemos encontrado hasta ahora, aunque el tercero -Silas Haslam: History of the Land Called Uqbar, 1874-figura en los catálogos de librería de Bernard Quaritch.1 El primero, Lesbare und lesenswerthe Bemerkungen über das Land Ukkbar in Klein-Asien, data de 1641 y es obra de Johannes Valentinus Andreä. El hecho es significativo; un par de años después, di con ese nombre en las inesperadas páginas de De Quincey (Writings, decimotercero volumen) y supe que era el de un teólogo alemán que a principios del siglo XVII describió la imaginaria comunidad de la Rosa-Cruz -que otros luego fundaron, a imitación de lo prefigurado por él.

Esa noche visitamos la Biblioteca Nacional. En vano fatigamos atlas, catálogos, anuarios de sociedades geográficas, memorias de viajeros e historiadores: nadie había estado nunca en Uqbar. El índice general de la enciclopedia de Bioy tampoco registraba ese nombre. Al día siguiente, Carlos Mastronardi (a quien yo había referido el asunto) advirtió en una librería de Corrientes y Talcahuano los negros y dorados lomos de la Anglo-American Cyclopaedía... Entró e interrogó el volumen XXVI. Naturalmente, no dio con el menor indicio de Uqbar.

II

Algún recuerdo limitado y menguante de Herbert Ashe, ingeniero de los ferrocarriles del Sur, persiste en el hotel de Adrogué, entre las efusivas madreselvas y en el fondo ilusorio de los espejos. En vida padeció de irrealidad, como tantos ingleses; muerto, no es siquiera el fantasma que ya era entonces. Era alto y desganado y su cansada barba rectangular había sido roja. Entiendo que era viudo, sin hijos. Cada tantos años iba a Inglaterra: a visitar (juzgo por unas fotografías que nos mostró) un reloj de sol y unos robles. Mi padre había estrechado con él (el verbo es excesivo) una de esas amistades inglesas que empiezan por excluir la confidencia y que muy pronto omiten el diálogo. Solían ejercer un intercambio de libros y de periódicos; solían batirse al ajedrez, taciturnamente... Lo recuerdo en el corredor del hotel, con un libro de matemáticas en la mano, mirando a veces los colores irrecuperables del cielo. Una tarde, hablamos del sistema duodecimal de numeración (en el que doce se escribe 10). Ashe dijo que precisamente estaba trasladando no sé qué tablas duodecimales a sexagesimales (en las que sesenta se escribe 10). Agregó que ese trabajo le había sido encargado por un noruego: en Rio Grande do Sul. Ocho años que lo conocíamos y no había mencionado nunca su estadía en esa región... Hablamos de vida pastoril, de capangas, de la etimología brasilera de la palabra gaucho (que algunos viejos orientales todavía pronuncian gaúcho) y nada más se dijo -Dios me perdone- de funciones duodecimales. En setiembre de 1937 (no estábamos nosotros en el hotel) Herbert Ashe murió de la rotura de un aneurisma. Días antes, había recibido del Brasil un paquete sellado y certificado. Era un libro en octavo mayor. Ashe lo dejó en el bar, donde -meses después- lo encontré. Me puse a hojearlo y sentí un vértigo asombrado y ligero que no describiré, porque ésta no es la historia de mis emociones sino de Uqbar y Tlön y Orbis Tertius. En una noche del Islam que se llama la Noche de las Noches se abren de par en par las secretas puertas del cielo y es más dulce el agua en los cántaros; si esas puertas se abrieran, no sentiría lo que en esa tarde sentí. El libro estaba redactado en inglés y lo integraban 1001 páginas. En el amarillo lomo de cuero leí estas curiosas palabras que la falsa carátula repetía: A First Encyclopaedia of Tlön. vol. XI. Hlaer to Jangr. No había indicación de fecha ni de lugar. En la primera página y en una hoja de papel de seda que cubría una de las láminas en colores había estampado un óvalo azul con esta inscripción: Orbis Tertius. Hacía dos años que yo había descubierto en un tomo de cierta enciclopedia práctica una somera descripción de un falso país; ahora me deparaba el azar algo más precioso y más arduo. Ahora tenía en las manos un vasto fragmento metódico de la historia total de un planeta desconocido, con sus arquitecturas y sus barajas, con el pavor de sus mitologías y el rumor de sus lenguas, con sus emperadores y sus mares, con sus minerales y sus pájaros y sus peces, con su álgebra y su fuego, con su controversia teológica y metafísica. Todo ello articulado, coherente, sin visible propósito doctrinal o tono paródico.

En el "onceno tomo" de que hablo hay alusiones a tomos ulteriores y precedentes. Néstor Ibarra, en un artículo ya clásico de la N. R. F., ha negado que existen esos aláteres; Ezequiel Martínez Estrada y Drieu La Rochelle han refutado, quizá victoriosamente, esa duda. El hecho es que hasta ahora las pesquisas más diligentes han sido estériles. En vano hemos desordenado las bibliotecas de las dos Américas y de Europa. Alfonso Reyes, harto de esas fatigas subalternas de índole policial, propone que entre todos acometamos la obra de reconstruir los muchos y macizos tomos que faltan: ex ungue leonem. Calcula, entre veras y burlas, que una generación de tlönistas puede bastar. Ese arriesgado cómputo nos retrae al problema fundamental: ¿Quiénes inventaron a Tlön? El plural es inevitable, porque la hipótesis de un solo inventor -de un infinito Leibniz obrando en la tiniebla y en la modestia- ha sido descartada unánimemente. Se conjetura que este brave new world es obra de una sociedad secreta de astrónomos, de biólogos, de ingenieros, de metafísicos, de poetas, de químicos, de algebristas, de moralistas, de pintores, de geómetras... dirigidos por un oscuro hombre de genio. Abundan individuos que dominan esas disciplinas diversas, pero no los capaces de invención y menos los capaces de subordinar la invención a un riguroso plan sistemático. Ese plan es tan vasto que la contribución de cada escritor es infinitesimal. Al principio se creyó que Tlön era un mero caos, una irresponsable licencia de la imaginación; ahora se sabe que es un cosmos y las íntimas leyes que lo rigen han sido formuladas, siquiera en modo provisional. Básteme recordar que las contradicciones aparentes del Onceno Tomo son la piedra fundamental de la prueba de que existen los otros: tan lúcido y tan justo es el orden que se ha observado en él. Las revistas populares han divulgado, con perdonable exceso, la zoología y la topografía de Tlön; yo pienso que sus tigres transparentes y sus torres de sangre no merecen, tal vez, la continua atención de todos los hombres. Yo me atrevo a pedir unos minutos para su concepto del universo.

Hume notó para siempre que los argumentos de Berkeley no admiten la menor réplica y no causan la menor convicción. Ese dictamen es del todo verídico en su aplicación a la tierra; del todo falso en Tlön. Las naciones de ese planeta son -congénitamente- idealistas. Su lenguaje y las derivaciones de su lenguaje -la religión, las letras, la metafísica- presuponen el idealismo. El mundo para ellos no es un concurso de objetos en el espacio; es una serie heterogénea de actos independientes. Es sucesivo, temporal, no espacial. No hay sustantivos en la conjetural Ursprache de Tlön, de la que proceden los idiomas "actuales" y los dialectos: hay verbos impersonales, calificados por sufijos (o prefijos) monosilábicos de valor adverbial. Por ejemplo: no hay palabra que corresponda a la palabra luna, pero hay un verbo que sería en español lunecer o lunar. Surgió la luna sobre el río se dice hlör u fang axaxaxas mlö o sea en su orden: hacia arriba (upward) detrás duradero-fluir luneció. (Xul Solar traduce con brevedad: upa tras perfluyue lunó. Upward, behind the onstreaming it mooned.

Lo anterior se refiere a los idiomas del hemisferio austral. En los del hemisferio boreal (de cuya Ursprache hay muy pocos datos en el Onceno Tomo) la célula primordial no es el verbo, sino el adjetivo monosilábico. El sustantivo se forma por acumulación de adjetivos. No se dice luna: se dice aéreo-claro sobre oscuro-redondo o anaranjado-tenue-de1 cielo o cualquier otra agregación. En el caso elegido la masa de adjetivos corresponde a un objeto real; el hecho es puramente fortuito. En la literatura de este hemisferio (como en el mundo subsistente de Meinong) abundan los objetos ideales, convocados y disueltos en un momento, según las necesidades poéticas. Los determina, a veces, la mera simultaneidad. Hay objetos compuestos de dos términos, uno de carácter visual y otro auditivo: el color del naciente y el remoto grito de un pájaro. Los hay de muchos: el sol y el agua contra el pecho del nadador, el vago rosa trémulo que se ve con los ojos cerrados, la sensación de quien se deja llevar por un río y también por el sueño. Esos objetos de segundo grado pueden combinarse con otros; el proceso, mediante ciertas abreviaturas, es prácticamente infinito. Hay poemas famosos compuestos de una sola enorme palabra. Esta palabra integra un objeto poético creado por el autor. El hecho de que nadie crea en la realidad de los sustantivos hace, paradójicamente, que sea interminable su número. Los idiomas del hemisferio boreal de Tlön poseen todos los nombres de las lenguas indoeuropeas y otros muchos más.

No es exagerado afirmar que la cultura clásica de Tlön comprende una sola disciplina: la psicología. Las otras están subordinadas a ella. He dicho que los hombres de ese planeta conciben el universo como una serie de procesos mentales, que no se desenvuelven en el espacio sino de modo sucesivo en el tiempo. Spinoza atribuye a su inagotable divinidad los atributos de la extensión y del pensamiento; nadie comprendería en Tlön la yuxtaposición del primero (que sólo es típico de ciertos estados) y del segundo -que es un sinónimo perfecto del cosmos-. Dicho sea con otras palabras: no conciben que lo espacial perdure en el tiempo. La percepción de una humareda en el horizonte y después del campo incendiado y después del cigarro a medio apagar que produjo la quemazón es considerada un ejemplo de asociación de ideas.

Este monismo o idealismo total invalida la ciencia. Explicar (o juzgar) un hecho es unirlo a otro; esa vinculación, en Tlön, es un estado posterior del sujeto, que no puede afectar o iluminar el estado anterior. Todo estado mental es irreductible: el mero hecho de nombrarlo -id est, de clasificarlo- importa un falseo. De ello cabría deducir que no hay ciencias en Tlön -ni siquiera razonamientos. La paradójica verdad es que existen, en casi innumerable número. Con las filosofías acontece lo que acontece con los sustantivos en el hemisferio boreal. El hecho de que toda filosofía sea de antemano un juego dialéctico, una Philosophie des Als Ob, ha contribuido a multiplicarlas. Abundan los sistemas increíbles, pero de arquitectura agradable o de tipo sensacional. Los metafísicos de Tlön no buscan la verdad ni siquiera la verosimilitud: buscan el asombro. Juzgan que la metafísica es una rama de la literatura fantástica. Saben que un sistema no es otra cosa que la subordinación de todos los aspectos del universo a uno cualquiera de ellos. Hasta la frase "todos los aspectos" es rechazable, porque supone la imposible adición del instante presente y de los pretéritos. Tampoco es lícito el plural "los pretéritos", porque supone otra operación imposible... Una de las escuelas de Tlön llega a negar el tiempo: razona que el presente es indefinido, que el futuro no tiene realidad sino como esperanza presente, que el pasado no tiene realidad sino como recuerdo presente.2 Otra escuela declara que ha transcurrido ya todo el tiempo y que nuestra vida es apenas el recuerdo o reflejo crepuscular, y sin duda falseado y mutilado, de un proceso irrecuperable. Otra, que la historia del universo -y en ellas nuestras vidas y el más tenue detalle de nuestras vidas- es la escritura que produce un dios subalterno para entenderse con un demonio. Otra, que el universo es comparable a esas criptografías en las que no valen todos los símbolos y que sólo es verdad lo que sucede cada trescientas noches. Otra, que mientras dormimos aquí, estamos despiertos en otro lado y que así cada hombre es dos hombres.

Entre las doctrinas de Tlön, ninguna ha merecido tanto escándalo como el materialismo. Algunos pensadores lo han formulado, con menos claridad que fervor, como quien adelanta una paradoja. Para facilitar el entendimiento de esa tesis inconcebible, un heresiarca del undécimo siglo3 ideó el sofisma de las nueve monedas de cobre, cuyo renombre escandaloso equivale en Tlön al de las aporías eleáticas. De ese "razonamiento especioso" hay muchas versiones, que varían el número de monedas y el número de hallazgos; he aquí la más común:

El martes, X atraviesa un camino desierto y pierde nueve monedas de cobre. El jueves, Y encuentra en el camino cuatro monedas, algo herrumbradas por la lluvia del miércoles. El viernes, Z descubre tres monedas en el camino. El viernes de mañana, X encuentra dos monedas en el corredor de su casa. El heresiarca quería deducir de esa historia la realidad -id est la continuidad- de las nueve monedas recuperadas. Es absurdo (afirmaba) imaginar que cuatro de las monedas no han existido entre el martes y el jueves, tres entre e1 martes y la tarde del viernes, dos entre el martes y la madrugada del viernes. Es lógico pensar que han existido -siquiera de algún modo secreto, de comprensión vedada a los hombres- en todos los momentos de esos tres plazos.

El lenguaje de Tlön se resistía a formular esa paradoja; los más no la entendieron. Los defensores del sentido común se limitaron, al principio, a negar la veracidad de la anécdota. Repitieron que era una falacia verbal, basada en el empleo temerario de dos voces neológicas, no autorizadas por el uso y ajenas a todo pensamiento severo: los verbos encontrar y perder, que comportan una petición de principio, porque presuponen la identidad de las nueve primeras monedas y de las últimas. Recordaron que todo sustantivo (hombre, moneda, jueves, miércoles, lluvia) sólo tiene un valor metafórico. Denunciaron la pérfida circunstancia algo herrumbradas por la lluvia del miércoles, que presupone lo que se trata de demostrar: la persistencia de las cuatro monedas, entre el jueves y el martes. Explicaron que una cosa es igualdad y otra identidad y formularon una especie de reductio ad absurdum, o sea el caso hipotético de nueve hombres que en nueve sucesivas noches padecen un vivo dolor. ¿No sería ridículo -interrogaron- pretender que ese dolor es el mismo?4 Dijeron que al heresiarca no lo movía sino el blasfematorio propósito de atribuir la divina categoría de ser a unas simples monedas y que a veces negaba la pluralidad y otras no. Argumentaron: si la igualdad comporta la identidad, habría que admitir asimismo que las nueve monedas son una sola.

Increíblemente, esas refutaciones no resultaron definitivas. A los cien años de enunciado el problema, un pensador no menos brillante que el heresiarca pero de tradición ortodoxa, formuló una hipótesis muy audaz. Esa conjetura feliz afirma que hay un solo sujeto, que ese sujeto indivisible es cada uno de los seres del universo y que éstos son los órganos y máscaras de la divinidad. X es Y y es Z. Z descubre tres monedas porque recuerda que se le perdieron a X; X encuentra dos en el corredor porque recuerda que han sido recuperadas las otras... El Onceno Tomo deja entender que tres razones capitales determinaron la victoria total de ese panteísmo idealista. La primera, el repudio del solipsismo; la segunda, la posibilidad de conservar la base psicológica de las ciencias; la tercera, la posibilidad de conservar el culto de los dioses. Schopenhauer (el apasionado y lúcido Schopenhauer) formula una doctrina muy parecida en el primer volumen de Parerga und Paralipomena.

La geometría de Tlön comprende dos disciplinas algo distintas: la visual y la táctil. La última corresponde a la nuestra y la subordinan a la primera. La base de la geometría visual es la superficie, no el punto. Esta geometría desconoce las paralelas y declara que el hombre que se desplaza modifica las formas que lo circundan. La base de su aritmética es la noción de números indefinidos. Acentúan la importancia de los conceptos de mayor y menor, que nuestros matemáticos simbolizan por > y por <, Afirman que la operación de contar modifica las cantidades y las convierte de indefinidas en definidas. El hecho de que varios individuos que cuentan una misma cantidad logran un resultado igual, es para los psicólogos un ejemplo de asociación de ideas o de buen ejercicio de la memoria. Ya sabemos que en Tlön el sujeto del conocimiento es uno y eterno. En los hábitos literarios también es todopoderosa la idea de un sujeto único. Es raro que los libros estén firmados. No existe el concepto del plagio: se ha establecido que todas las obras son obra de un solo autor, que es intemporal y es anónimo. La crítica suele inventar autores: elige dos obras disímiles -el Tao Te King y las 1001 Noches, digamos-, las atribuye a un mismo escritor y luego determina con probidad la psicología de ese interesante homme de lettres... También son distintos los libros. Los de ficción abarcan un solo argumento, con todas las permutaciones imaginables. Los de naturaleza filosófica invariablemente contienen la tesis y la antítesis, el riguroso pro y el contra de una doctrina. Un libro que no encierra su contralibro es considerado incompleto. Siglos y siglos de idealismo no han dejado de influir en la realidad. No es infrecuente, en las regiones más antiguas de Tlön, la duplicación de objetos perdidos. Dos personas buscan un lápiz; la primera lo encuentra y no dice nada; la segunda encuentra un segundo lápiz no menos real, pero más ajustado a su expectativa. Esos objetos secundarios se llaman hrönir y son, aunque de forma desairada, un poco más largos. Hasta hace poco los hrönir fueron hijos casuales de la distracción y el olvido. Parece mentira que su metódica producción cuente apenas cien años, pero así lo declara el Onceno Tomo. Los primeros intentos fueron estériles. El modus operandí, sin embargo, merece recordación. El director de una de las cárceles del estado comunicó a los presos que en el antiguo lecho de un río había ciertos sepulcros y prometió la libertad a quienes trajeran un hallazgo importante. Durante los meses que precedieron a la excavación les mostraron láminas fotográficas de lo que iban a hallar. Ese primer intento probó que la esperanza y la avidez pueden inhibir; una semana de trabajo con la pala y el pico no logró exhumar otro hrön que una rueda herrumbrada, de fecha posterior al experimento. Éste se mantuvo secreto y se repitió después en cuatro colegios. En tres fue casi total el fracaso; en el cuarto (cuyo director murió casualmente durante las primeras excavaciones) los discípulos exhumaron -o produjeron- una máscara de oro, una espada arcaica, dos o tres ánforas de barro y el verdinoso y mutilado torso de un rey con una inscripción en el pecho que no se ha logrado aún descifrar. Así se descubrió la improcedencia de testigos que conocieran la naturaleza experimental de la busca... Las investigaciones en masa producen objetos contradictorios; ahora se prefiere los trabajos individuales y casi improvisados. La metódica elaboración de hrönir (dice el Onceno Tomo) ha prestado servicios prodigiosos a los arqueólogos. Ha permitido interrogar y hasta modificar el pasado, que ahora no es menos plástico y menos dócil que el porvenir. Hecho curioso: los hrönir de segundo y de tercer grado -los hrönir derivados de otro hrön, los hrönir derivados del hrön de un hrön- exageran las aberraciones del inicial; los de quinto son casi uniformes; los de noveno se confunden con los de segundo; en los de undécimo hay una pureza de líneas que los originales no tienen. El proceso es periódico: el hrön de duodécimo grado ya empieza a decaer. Más extraño y más puro que todo hrön es a veces el ur: la cosa producida por sugestión, el objeto educido por la esperanza. La gran máscara de oro que he mencionado es un ilustre ejemplo. Las cosas se duplican en Tlön; propenden asimismo a borrarse y a perder los detalles cuando los olvida la gente. Es clásico el ejemplo de un umbral que perduró mientras lo visitaba un mendigo y que se perdió de vista a su muerte. A veces unos pájaros, un caballo, han salvado las ruinas de un anfiteatro. Salto Oriental, 1940.

Posdata de 1947. Reproduzco el artículo anterior tal como apareció en la Antología de la literatura fantástica, 1940, sin otra escisión que algunas metáforas y que una especie de resumen burlón que ahora resulta frívolo. Han ocurrido tantas cosas desde esa fecha... Me limitaré a recordarlas. En marzo de 1941 se descubrió una carta manuscrita de Gunnar Erfjord en un libro de Hinton que había sido de Herbert Ashe. El sobre tenía el sello postal de Ouro Preto, la carta elucidaba enteramente el misterio de Tlön. Su texto corrobora las hipótesis de Martínez Estrada. A principios del siglo XVII, en una noche de Lucerna o de Londres, empezó la espléndida historia. Una sociedad secreta y benévola (que entre sus afilados tuvo a Dalgarno y después a George Berkeley) surgió para inventar un país. En el vago programa inicial figuraban los "estudios herméticos", la filantropía y la cábala. De esa primera época data el curioso libro de Andreä. Al cabo de unos años de conciliábulos y de síntesis prematuras comprendieron que una generación no bastaba para articular un país. Resolvieron que cada uno de los maestros que la integraban eligiera un discípulo para la continuación de la obra. Esa disposición hereditaria prevaleció; después de un hiato de dos siglos la perseguida fraternidad resurge en América. Hacia 1824, en Memphis (Tennessee) uno de los afiliados conversa con el ascético millonario Ezra Buckley. Éste lo deja hablar con algún desdén -y se ríe de la modestia del proyecto. Le dice que en América es absurdo inventar un país y le propone la invención de un planeta. A esa gigantesca idea añade otra, hija de su nihilismo:5 la de guardar en el silencio la empresa enorme. Circulaban entonces los veinte tomos de la Encyclopaedia Britannica; Buckley sugiere una enciclopedia metódica del planeta ilusorio. Les dejará sus cordilleras auríferas, sus ríos navegables, sus praderas holladas por el toro y por el bisonte, sus negros, sus prostíbulos y sus dólares, bajo una condición: "La obra no pactará con el impostor Jesucristo." Buckley descree de Dios, pero quiere demostrar al Dios no existente que los hombres mortales son capaces de concebir un mundo. Buckley es envenenado en Baton Rouge en 1828; en 1914 la sociedad remite a sus colaboradores, que son trescientos, el volumen final de la Primera Enciclopedia de Tlön. La edición es secreta: los cuarenta volúmenes que comprende (la obra más vasta que han acometido los hombres) serían la base de otra más minuciosa, redactada no ya en inglés, sino en alguna de las lenguas de Tlön. Esa revisión de un mundo ilusorio se llama provisoriamente Orbis Tertius y uno de sus modestos demiurgos fue Herbert Ashe, no sé si como agente de Gunnar Erfjord o como afiliado. Su recepción de un ejemplar del Onceno Tomo parece favorecer lo segundo. Pero ¿y los otros? Hacia 1942 arreciaron los hechos. Recuerdo con singular nitidez uno de los primeros y me parece que algo sentí de su carácter premonitorio. Ocurrió en un departamento de la calle Laprida, frente a un claro y alto balcón que miraba el ocaso. La princesa de Faucigny Lucinge había recibido de Poitiers su vajilla de plata. Del vasto fondo de un cajón rubricado de sellos internacionales iban saliendo finas cosas inmóviles: platería de Utrecht y de París con dura fauna heráldica, un samovar. Entre ellas -con un perceptible y tenue temblor de pájaro dormido- latía misteriosamente una brújula. La princesa no la reconoció. La aguja azul anhelaba el norte magnético; la caja de metal era cóncava; las letras de la esfera correspondían a uno de los alfabetos de Tlön. Tal fue la primera intrusión del mundo fantástico en el mundo real. Un azar que me inquieta hizo que yo también fuera testigo de la segunda. Ocurrió unos meses después, en la pulpería de un brasilero, en la Cuchilla Negra. Amorim y yo regresábamos de Sant'Anna. Una creciente del río Tacuarembó nos obligó a probar (y a sobrellevar) esa rudimentaria hospitalidad. El pulpero nos acomodó unos catres crujientes en una pieza grande, entorpecida de barriles y cueros. Nos acostamos, pero no nos dejó dormir hasta el alba la borrachera de un vecino invisible, que alternaba denuestos inextricables con rachas de milongas -más bien con rachas de una sola milonga. Como es de suponer, atribuimos a la fogosa caña del patrón ese griterío insistente... A la madrugada, el hombre estaba muerto en el corredor. La aspereza de la voz nos había engañado: era un muchacho joven. En el delirio se le habían caído del tirador unas cuantas monedas y un cono de metal reluciente, del diámetro de un dado. En vano un chico trató de recoger ese cono. Un hombre apenas acertó a levantarlo. Yo lo tuve en la palma de la mano algunos minutos: recuerdo que su peso era intolerable y que después de retirado el cono, la opresión perduró. También recuerdo el círculo preciso que me grabó en la carne. Esa evidencia de un objeto muy chico y a la vez pesadísimo dejaba una impresión desagradable de asco y de miedo. Un paisano propuso que lo tiraran al río correntoso. Amorim lo adquirió mediante unos pesos. Nadie sabía nada del muerto, salvo "que venía de la frontera". Esos conos pequeños y muy pesados (hechos de un metal que no es de este mundo) son imagen de la divinidad, en ciertas religiones de Tlön. Aquí doy término a la parte personal de mi narración. Lo demás está en la memoria (cuando no en la esperanza o en el temor) de todos mis lectores. Básteme recordar o mencionar los hechos subsiguientes, con una mera brevedad de palabras que el cóncavo recuerdo general enriquecerá o ampliará. Hacia 1944 un investigador del diario The American (de Nashville, Tennessee) exhumó en una biblioteca de Memphis los cuarenta volúmenes de la Primera Enciclopedia de Tlön. Hasta el día de hoy se discute si ese descubrimiento fue casual o si lo consintieron los directores del todavía nebuloso Orbís Tertius. Es verosímil lo segundo. Algunos rasgos increíbles del Onceno Tomo (verbigracia, la multiplicación de los hrönir) han sido eliminados o atenuados en el ejemplar de Memphis; es razonable imaginar que esas tachaduras obedecen al plan de exhibir un mundo que no sea demasiado incompatible con el mundo real. La diseminación de objetos de Tlön en diversos países complementaría ese plan...6 El hecho es que la prensa internacional voceó infinitamente el "hallazgo". Manuales, antologías, resúmenes, versiones literales, reimpresiones autorizadas y reimpresiones piráticas de la Obra Mayor de los Hombres abarrotaron y siguen abarrotando la tierra. Casi inmediatamente, la realidad cedió en más de un punto. Lo cierto es que anhelaba ceder. Hace diez años bastaba cualquier simetría con apariencia de orden -el materialismo dialéctico, el antisemitismo, el nazismo- para embelesar a los hombres. ¿Cómo no someterse a Tlön, a la minuciosa y vasta evidencia de un planeta ordenado? Inútil responder que la realidad también está ordenada. Quizá lo esté, pero de acuerdo a leyes divinas -traduzco: a leyes inhumanas- que no acabamos nunca de percibir. Tlön será un laberinto, pero es un laberinto urdido por hombres, un laberinto destinado a que lo descifren los hombres. El contacto y el hábito de Tlön han desintegrado este mundo. Encantada por su rigor, la humanidad olvida y torna a olvidar que es un rigor de ajedrecistas, no de ángeles. Ya ha penetrado en las escuelas el (conjetural), "idioma primitivo" de Tlön; ya la enseñanza de su historia armoniosa (y llena de episodios conmovedores) ha obliterado a la que presidió mi niñez; ya en las memorias un pasado ficticio ocupa el sitio de otro, del que nada sabemos con certidumbre -ni siquiera que es falso. Han sido reformadas la numismática, la farmacología y la arqueología. Entiendo que la biología y las matemáticas aguardan también su avatar... Una dispersa dinastía de solitarios ha cambiado la faz del mundo. Su tarea prosigue. Si nuestras previsiones no erran, de aquí a cien años alguien descubrirá los cien tomos de la Segunda Enciclopedia de Tlön. Entonces desaparecerán del planeta el inglés y el francés y el mero español. El mundo será Tlön. Yo no hago caso, yo sigo revisando en los quietos días del hotel de Adrogué una indecisa traducción quevediana (que no pienso dar a la imprenta) del Urn Burial de Browne.
1Haslam ha publicado también A General History of Labyrinths.
2Russell. (The Analisis of Mind, 1921, página 159) supone que el planeta ha sido creado hace pocos minutos, provisto de una humanidad que "recuerda" un pasado ilusorio.
3Siglo, de acuerdo con el sistema duodecimal, significa un período de ciento cuarenta y cuatro años.
4En el día de hoy, una de las iglesias de Tlón sostiene platónicamente que tal dolor, que tal matiz verdoso del amarillo, que tal temperatura, que tal sonido, son la única realidad. Todos los hombres, en el veniginoso instante del coito, son el mismo hombre. Todos los hombres que repiten una línea de Shakespeare, son William Shakespeare.
5Buckley era librepensador, fatalista y defensor de la esclavitud.
6Queda, naturalmente, el problema de la matesia de algunos objetos.

martes, 8 de diciembre de 2009

El cuento más breve del mundo

Se le adjudica a Ernest Hemingway y dice así: “Vendo zapatos de bebé, sin usar.” (For sale: baby shoes, never worn).
No estamos ante una novela o cuento tradicional y la historia está fuera del texto: ¿quién vende los zapatos? ¿por qué los vende? ¿por qué están sin uso? ¿ha ocurrido algo con el bebé? ¿qué ha ocurrido?.

¿Jonathan Littell, mal polvo?

Desde hace 19 años la revista inglesa "The Literary Review" entrega un premio a la escena de sexo peor narrada en una novela. Lo han ganado gigantes como Norman Mailer y Tom Wolfe. Ahora le tocó a Jonathan Littell, por su controversial novela Las Benévolas. El Bad Sex Award premia la descripción de sexo más absurda y mal hecha publicado en una novela del año.

¿Por qué? Juzguen ustedes mismos:

Su vulva estaba opuesta a mi cara. Los pequeños labios se salían levemente de la carne pálida y convexa. Su sexo me miraba, me espiaba cómo la cabeza de un Gorgón, cómo un cíclope quieto cuyo ojo nunca parpadea. Poco a poco la mirada me penetró hasta la médula. Mi respiración se aceleró y estiré mi mano para esconderla: yo ya no lo podía verla pero ella todavía me veía a mí, y me desnudó completamente (aunque ya estaba desnudo). Si solo pudiera endurecerme nuevamente, pensé, y usar mi miembro como un estaca endurecida por el fuego y rendir ciega a esta Polifemus que me convertía en un Nadie. Pero mi pija se mantenía inerte y yo parecía estar convertido a piedra. Estiré mi brazo y enterré mi dedo mayor dentro de este ojo sin límite. Las caderas se movieron levemente, pero eso fue todo. Lejos de lanzarlo, todo lo contrario, lo había abierto aun más, liberando la mirada del ojo escondido. Entonces tuve una idea: saqué mi dedo y arrastrándome con mis antebrazos empuje mi frente contra esta vulva, presionando mi cicatriz contra el hoyo. Ahora era yo que miraba hacía adentro, descubriendo las profundidades de este cuerpo con mi radiante tercer ojo mientras que su tercer ojo irradiaba y nos quedamos mutuamente ciegos: sin moverme, acabé en un inmenso chapoteo de luz blanca mientras que ella gritaba: "¿Qué estas haciendo? ¿Qué estas haciendo? Y me reí en voz alta –la esperma aun desparramándose de mi pene, alegremente- y mordí fuertemente su vulva para tragármela entera y mis ojos por fin se abrieron, claros, y ví todo.

domingo, 15 de noviembre de 2009

Rubem Fonseca reflexiona sobre cine, literatura y guiones

Los jóvenes de mi generación querían ser poetas, pero algunos soñaban con la poesía porque el cine era un sueño que parecía imposible. Hoy los jóvenes sueñan y se complacen con el cine. A mí siempre me gustó el cine, pero únicamente me convertí en cinéfilo. Me involucré en esa actividad sólo después de haber escrito dos docenas de libros. Mi intervención ha sido como guionista, aunque debo confesar que me gustaría también ser director.

He escrito guiones basados en novelas o cuentos míos: El gran arte, El caso Morel, que desafortunadamente no fue terminado, Bufo & Spallanzani, Informe de un hombre casado, y acabo de escribir el guión de Diario de un libertino. También he escrito guiones originales (Stelinha, La extorsión) y guiones basados en novelas de otros: El hombre del año, basado en el libro El matador, de Patrícia Melo, dirigido por José Henrique Fonseca.

¿Qué es más difícil?

Lo más difícil es hacer un guión basado en una obra literaria ya publicada, como sucedió con El hombre del año. Hasta en los casos en que yo mismo soy el autor de la obra, como Bufo & Spallanzani, el guión fue más difícil de escribir. Si le preguntaran a Jean-Claude Carrière, que ha escrito decenas de guiones, qué fue más laborioso y difícil de hacer, el guión de La insoportable levedad del ser, basado en el libro de Milan Kundera, o el guión original de El discreto encanto de la burguesía, estoy seguro de que responderá que fue el guión basado en la novela de Kundera.

Un guión se escribe varias veces. Eso, por cierto, es común en la creación de textos lite¬rarios en general, principalmente en el caso de la poesía. (Un poema nunca termina de escribirse, se abandona, como dijo Valéry, lo cual también es cierto para los textos literarios.) Consta que Platón escribió la primera frase de La república cincuenta veces. Flaubert se pasó treinta años escribiendo La tentación de San Antonio. Melville escribió decenas de veces la frase inicial de Moby Dick: “Call me Ishmael”. Podría citar decenas de ejemplos de esta furia correctora, en los diversos géneros literarios, pero toda cita excesiva de nombres, incluso en los textos académicos, es una monserga.

Con los guiones cinematográficos ocurre lo mismo. La diferencia es que, además del autor del guión, otras personas participan en la revisión, casi siempre el director de la película —especialmente aquí en nuestro país— y también el productor. Esto me sucedió cuando trabajé, entre otros, con los Tambellini (padre e hijo, en épocas diferentes), con Suzana Amaral, Walter Salles, Miguel Faria y, recientemente, con José Henrique Fonseca.

¿Qué queremos todos los involucrados en ese proceso? Los más pretenciosos (y todo aquel que quiere crear algo debe ser “pretencioso”, debe buscar su nivel de excelencia) quieren realizar una obra de arte. Wagner, cuando compuso sus óperas, buscaba alcanzar aquello que denominaba Gesamtkunstwerk, la obra de arte completa, la cual incluiría música, poesía, drama, pintura, arquitectura y danza. Era el siglo XIX y si había algún arte que podía megalomaniacamente tener esas aspiraciones, ese arte era la ópera.

Existió una cosa llamada “linterna mágica”, surgida en el siglo XVII, un foco de luz que iluminaba placas de vidrio pintadas a mano. Esas imágenes se proyectaban en una pared blanca y los temas representados estaban ligados a la religión. Llamaba la atención tanto de los adultos como de los niños. Ciertamente no era la Gesamtkunstwerk pregonada por Wagner.

Pasó un tiempo para que los hermanos Lumière —Auguste y Louis—, a finales del siglo XIX, 1895, crearan el cinematógrafo, una especie de ancestro de la filmadora, que se movía con una manivela y utilizaba negativos perforados para registrar el movimiento. El cinematógrafo hizo posible la proyección de imágenes para el público. Eran imágenes en movimiento, no eran aquellas proyecciones estáticas de la linterna mágica.

Hace más de cien años, el 28 de diciembre de 1895, tuvo lugar la primera exhibición pública de las obras de los Lumière, en el Grand Café en París: La salida de los obreros de las fábricas Lumière, La llegada del tren a la estación, La comida del bebé y El mar fueron algunas de las películas que se presentaron dejando a los espectadores atónitos. Las producciones eran rudimentarias y, como vimos, documentales cortos que trataban asuntos de la vida cotidiana, con dos minutos de duración. La presentación pública del cinematógrafo marcó oficialmente el inicio de la historia del cine. Sin embargo, faltaba algo muy importante: el sonido, que no apareció sino hasta tres décadas después, a finales de los años 20.

El invento de los Lumière se desarrolló. Los cineastas, después de los documen¬tales, se lanzaron a la ficción. Surgieron Max Linder (que supuestamente inspiró a Chaplin) y otros comediantes, en varios países. El americano Edwin S. Porter, en 1903, presentó un trabajo pionero con La vida de un bombero americano y, con El gran robo del tren, inauguró el western.

Despuntaron entonces dos grandes nombres de los principios del cine: Georges Méliès y David Griffith. Méliès nació en Francia en 1861 y murió en 1938. Fue un pionero en la utilización de vestuarios, actores, escenarios y maquillaje, que se opuso al estilo de los documentalistas. Realizó las primeras películas de ficción, Viaje a la luna y La conquista del polo, en 1902. El otro precursor fue David Griffith, nacido en Estados Unidos en 1875, donde murió en 1948. Fue el primero que sacó la cámara del tripié y usó el montaje de manera dinámica y creativa. Con El nacimiento de una nación, de 1915, abrió camino a la creación de la industria cinematográfica americana. (Dicen que Griffith visualizó toda la película en su mente y que no escribió un guión ni hizo ningún apunte, pero no lo creo. La sentencia “una idea en la cabeza y una cámara en la mano” es responsable de muchas porquerías.) Con Intolerancia, de 1916, Griffith fortaleció el impulso que había logrado con El nacimiento...

Se empezó a llamar al cine “El séptimo arte”. ¿Se había encontrado la añorada Gesamtkunstwerk de Wagner? ¿Sí? ¿No?

No. El cine era mudo, no tenía la poesía de los textos hablados, ni la música, esas formas artísticas de importancia capital. ¿Cómo podría el cine adjudicarse el derecho a la Gesamtkunstwerk? Era un exceso de (afortunada) pretensión.

A las primeras experiencias de sonorización, hechas por Thomas Edison, en 1889, siguieron las de Auguste Baron (1896) y Henri Joly (1900), pero sus sistemas aún tenían serias fallas de sincronización imagen-sonido. El aparato del americano Lee de Forest, de grabación magnética en película (1907), que permitía la reproducción simultánea de imágenes y sonidos, fue adquirido en 1926 por la Warner Brothers. La compañía produjo la primera película con música y efectos sonoros sincronizados, Don Juan, de Alan Crossland, y la primera con pasajes hablados y cantados, El cantante de jazz (1927), también de Crossland, con Al Jolson, gran nombre de Broadway. Y además, la primera hablada en su totalidad, Luces de Nueva York, de Brian Foy (1928). Al año siguiente, 1929, el cine hablado ya representaba cincuenta y un por ciento de la producción americana. Otros centros, especialmente Francia, Alemania, Suecia e Inglaterra, comenzaron a explotar el sonido. A partir de 1930, Rusia, Japón, India y los países de América Latina recurrieron al nuevo descubrimiento. La adhesión de casi todas las productoras al nuevo sistema quebrantó convicciones y marginó a actores y directores. El lenguaje cinematográfico tuvo que ser reformulado. Directores importantes, como Charlie Chaplin y René Clair, entre otros, se opusieron diciendo que el cine no necesitaba de la voz de los artistas. Pero los dos acabaron adhiriéndose, como sabemos, aunque el cine hablado de Chaplin es muy inferior al que hacía antes. Algunas de sus películas, como La condesa de Hong Kong (1967) y Un rey en Nueva York (1957), son extremadamente decepcionantes.

Durante la Primera Guerra Mundial, la producción de películas se concentró en Hollywood, en California, donde surgieron los primeros grandes estudios. De los años 30 hasta el día de hoy, Hollywood concentra la mayor parte de la producción cinematográfica mundial, aunque muchos centros esparcidos por todos los continentes producen obras que merecen ser mencionadas.

A final de cuentas, ¿qué es el cine, hoy? Se le conoce como “El séptimo arte”, lo cual es correcto, aunque todavía no podemos llamarlo Gesamtkunstwerk, obra de arte completa. El cine es, por el momento, un arte híbrido. Y el problema principal es que la película después de un tiempo queda “fechada”: una buena película antigua no se disfruta con la misma admiración con que se disfrutan otras buenas obras de arte. Se puede escuchar a Mozart, o releer Don Quijote, o contemplar la Capilla Sixtina con el mismo placer de la primera vez. Una película antigua, con algunas raras excepciones, se puede ver apenas como curiosidad histórica. (Hay casos de sofisticados cinéfilos a quienes les gusta volver a ver películas antiguas, en las que descubren novedades.) Me parece que esa datación que sufre el cine es el problema que exige que el séptimo arte, o “The industry”, como los americanos lo definen, sea un objeto de consumo renovado incesantemente.

Para finalizar este artículo, que ya se extendió demasiado, quiero abordar la adaptación cinematográfica de obras literarias.

Antes que nada, debo decir que escribir para el cine es diferente de todas las otras formas de expresión escrita. Los elementos visuales son tan importantes como las descripciones y los diálogos. Dado que la inversión es muy grande, al productor le tiene que gustar el guión. Y, como dije antes, el director también interfiere y el guión siempre pasa por diferentes tratamientos, que toman en cuenta un montón de aspectos. Uno de ellos, tal vez el más importante, es la aprobación del público. El escritor de ficción no tiene que preocuparse por eso. No obstante, sin la imaginación de los guionistas, nunca se cuentan buenas historias en el cine. El cineasta y teórico ruso Lev Vladimirovich Kulechov, que introdujo el arte del montaje, afirma en su libro El arte del cine que el cine es básicamente argumento y montaje, o sea, las dos figuras más importantes de la película son el guionista y el editor. Estoy de acuerdo con él en cuanto a la importancia fundamental del guionista, pero creo que la figura del director es aún más importante.

Reconozco que el cine es, como dice la propaganda, “la mayor diversión”, que el cine es el séptimo arte. Aunque no sea la obra de arte total, es un arte que usa a las demás artes como soporte, de la mejor manera posible.

Sin embargo, sólo como provocación, hago la siguiente pregunta: ¿Qué es más importante como arte, la palabra escrita —la poesía, la ficción, el teatro— o el cine? ¿Cuál de los dos puede alcanzar un nivel de excelencia más elevado?

¿Qué tal si, sólo como ejercicio, comparamos las ventajas de la literatura y las del cine?

Ventajas de la literatura

1. Polisemia y participación creativa. David Neves, cuando decidió filmar mi historia “Lúcia McCartney”, me dijo que tenía a la Lúcia “perfecta, exactamente como la describes en el libro”, y me invitó a comer. La Lúcia, “exactamente como yo la describía en el libro”, según David, era Adriana Prieto, una mujer joven de cabello rubio, ojos azules, labios delgados, y un rostro bonito que recordaba a las actrices europeas nórdicas. “¿No es igualita?”, me preguntó David. Evité responderle. En realidad yo no describo a Lúcia en mi historia, puede ser blanca, mulata, negra, delgada o gorda. Porque ésa es la gran riqueza de la literatura, la participación del lector, que llena las lagunas que el autor deja, del lector que usa su imaginación rereando la historia que leyó, reinventando a los personajes. El cine no lo permite. Lúcia era, axiomáticamente, una linda y elegante mujer rubia de ojos azules. El espectador no necesitaba (ni podía) usar su imaginación. El lector comparte el libro no sólo estética y emocionalmente: tiene una participación creativa. Siempre “reescribe” el libro a su manera.

2. Permanencia. Vean qué tipo de reacción despiertan las películas clásicas, Griffith y otros. Quedan “fechadas”.

3. La película necesita de la palabra escrita; hasta el cine mudo la necesitaba. ¿Recuerdan a Kulechov: argumento y montaje?

4. La literatura es tan importante que los directores del mainstream, como Scorsese, Spielberg y otros, aconsejan a los directores que lean, porque consideran que la lectura es importante para el trabajo que realizan. Ningún escritor aconseja a otros escritores que vayan al cine, por ser importante para el trabajo que hacen. Hay una frase interesante del escritor Gore Vidal, quien, además de ser un novelista famoso, escribió varios guiones. Vidal afirma: “El cine es guión. Una cosa es cierta: el guión es fundamental para la película. Así como para el cuerpo humano una buena y simétrica estructura ósea es lo que le va a permitir al cuerpo ser bonito y atractivo, en el cine esa tarea le corresponde al guión”. El cine es argumento y montaje, estoy repitiendo a Kulechov. Chaplin usaba menos de diez por ciento de lo que filmaba. El resto era cortado en la sala de edición.

Ventaja del cine

Tiene que haber una razón para la popularidad del cine.

A excepción de algunos pocos ensayistas franceses cascarrabias, no recuerdo a ningún escritor, músico, o pintor a quien no le guste el cine. A todo mundo le gusta el cine. Tal vez porque, aunque hasta ahora ha fallado en el intento de convertirse en la Gesamtkunstwerk wagneriana, el cine es el arte que más se acerca a ese ideal, y tal vez un día deje de ser un arte sólo híbrido para transformarse en un arte completo.

El escritor y guionista brasilero Rubem Fonseca, galardonado en 2003 con el Premio de Literatura Juan Rulfo, es uno de los autores latinoamericanos más importantes en la actualidad; algunas de sus obras son: Los prisioneros, El caso Morel, El gran arte, El salvaje de la ópera, El enfermo Molière, Mandrake, la Biblia y el bastón, entre otros. Este artículo fue publicado por el diario mexicano Milenio.

miércoles, 11 de noviembre de 2009

Los mitos de un escritor incómodo Por Jorge Aulicino

Sobre Edgard Allan Poe existen numerosos malentendidos, acendradas mistificaciones e insuficientes verdades, que la biografía Una vida truncada, del gran inglés Peter Ackroyd –autor de una extraordinaria Biografía de Londres– y la reedición de los Cuentos completos de Poe traducidos por Julio Cortázar –ambas de Edhasa–, no dejarán de alimentar. En algún punto, la biografía de Ackroyd arroja una luz ambigua sobre la figura del escritor como para desperfilar, como conviene, a un mito, a base de verdades muy probables y contradictorias.

¿En qué consiste la mistificación de Poe?

Básicamente, en que fue un prisionero de su tiempo, un "suicidado por la sociedad", diría Artaud, como dijo de Van Gogh; un molesto e indeseable esperpento, un genio que se sentía incómodo en la "prisión de los Estados Unidos" –debemos a Baudelaire el tropo–, un visionario que murió frustrado, para ser descubierto, como corresponde, muchas décadas después, como uno de los fundadores de la escuela norteamericana del cuento y parte integrante de la Patrística literaria de aquella nación. Ackroyd prefiere llamar a esa vida "truncada" (cut) y no frustrada (frustrated).

La lectura de la biografía de Ackroyd corrobora sí que Poe no se sentía cómodo en los Estados Unidos. No sabemos por qué. Vagó de una ciudad a otra de la costa Este escribiendo en periódicos y perseguido por la pobreza. Pero: a) no fue en absoluto un desconocido; fue uno de los periodistas más exitosos de su época y también uno de los escritores más reconocidos, por cierto no a la altura de Longfelow –tampoco tuvo tiempo para disputarle la consagración, ni su carácter belicoso le hubiese permitido convertirse en patriarca hierático; b) pudo escapar de la pobreza: dos periódicos al menos multiplicaron exponencialmente sus ventas gracias a su inspiración y su trabajo; uno de ellos le hubiese proporcionado un porvenir más que holgado, pero lo abandonó porque lo aburría; c) uno de los motivos por los que Poe, en su corta vida, llegó a la fama, fue su crítica muchas veces despiadada, tanto como bien escrita, a sus contemporáneos; era célebre por sus provocadoras reseñas, que fueron laudatorias cuando se trataba de mujeres que lo halagaban; d) su poema "El cuervo" tuvo un éxito enorme, aun para la época, y escuchárselo recitar con su voz magnética parece que era una de las grandes experiencias a las que un norteamericano culto podía aspirar en la primera mitad del XIX. Todo lo cual indica que Poe no tenía razones para sentirse incómodo, aunque seguramente, en verdad, lo estaba. Era un pionero extraordinario, laborioso y creído de sí mismo, violento a veces, indecoroso otras, aunque la mayor parte del tiempo se comportaba con unos modales tan amables, suaves y caballerosos que asombraba. Era un bebedor sediento, de los que se emborrachan hasta caer, en una rápida y letal sucesión de tragos. Y era un sureño –se había criado en Virginia–, con pretensiones de aristócrata, esclavista y antiburgués.

Segunda cuestión relacionada con el falso mito: era absolutamente consciente de que escribía para los magazines, y por lo tanto sus cuentos debían impresionar. Le gustasen o no, en ellos encapsulaba lo sublime. Precursor del sensacionalismo periodístico y literario, aconsejó a los propietarios de periódicos incluir con frecuencia prosas como las suyas que, en el terreno de la ficción, anticipaban las crónicas de crímenes truculentos que alimentaron a los grandes rotativos del siglo XX.

Manejó, aun en la poesía, la noción de efecto. "Siempre existe un punto en que se dan la mano la ironía y la decadencia, y nunca queda claro si Poe está riéndose o llorando ante sus propias imaginaciones", señala Ackroyd. Poco antes, cita al propio Poe: los relatos de mayor éxito contienen "lo absurdo rayano en lo grotesco, lo aprensivo coloreado con lo horrible, lo ingenioso exagerado hasta lo burlesco, lo singular revestido de lo extraño y lo místico. Podría decirse que todo esto es mal gusto"; a lo que agrega Ackroyd: "Este era el credo periodístico de Poe, unos principios que siguió fielmente durante su carrera de escritor".

Poe tenía absoluto control sobre su estilo, dice su biógrafo, y si deploraba sus borracheras intensas, era por la sensación de pérdida de dominio de sí mismo que le acarreaban. Pero el talón de Aquiles de Poe no fue el alcohol, fueron las mujeres. Se enamoró de la madre de un compañero en la adolescencia, luego de su prima adolescente Virginia, con la que se casó, y al morir ella, de sucesivas mujeres, en pocos años, y de dos al mismo tiempo, frente a las que enaltecía su amor en términos parecidos y ante las que se declaraba al borde del suicidio, o de la muerte más atroz, a causa de ellas (de cada una por separado).

Algo conscientemente teatral, de vaudeville dramático, hubo en toda la obra la Poe, incluidas sus cartas, siempre escritas en agonía definitiva y desolación mortal que no le impedían seguir viviendo. Su muerte, muchos años después de las primeras líneas exageradamente patéticas dirigidas a su padrastro, fue realmente grotesca. Si de verdad fue arrastrado en Baltimore a servir de votante disfrazado en unas elecciones fraudulentas, en plena borrachera –de hecho vestía unas ropas y un sombrero raros en él cuando lo encontraron exánime–, entonces sí fue un suicidado por la sociedad, en sentido completamente aleatorio: durante el vértigo de sus viajes por el Este, más sentimentales que literarios, poseído además de su compulsión alcohólica.

Discutida no ha sido lo suficiente la traducción que hizo Cortázar de esta literatura, no menos complicada que su creador. Anotación: Poe no escribía bien; contra anotación: lo hacía maravillosamente dentro del estilo paródico efectista con el que sacaba partido periodístico y literario de una generación que amaba el rebuscamiento, como sinónimo de alta literatura (todo para leer narraciones de disparatada imaginación en las revistas). Cortázar le corta el pelo y lo emprolija. Sus traducciones son de una fluidez que Poe no tenía. Se leen sin la dificultad, los estucos y el taraceado del original. Y a veces sin ese relumbrón sangriento oscuro, esa luz de teatro, de la que Poe dotaba sus cuentos, esa belleza extraña que sacaba de la abundancia de adjetivos ("dull, dark, soundless"). Cortázar pues escribe bien; Poe escribía mal y sólo la imaginación lo salva. No es tal, tampoco esto. El mito verdadero dará aún qué conversar, mistificar y desmitificar

martes, 3 de noviembre de 2009

"Tiempo muerto" Por Johanna Buendía P.

ROBERTO SALE DE CASA
Roberto Meneses no camina con apuro. Prefiere tomarse su tiempo mientras su cerebro envía los estímulos necesarios para producir el movimiento. La mañana del 13 de junio brilla y el sol de ese verano al que no está acostumbrado lo seduce con su extravagancia. Sin embargo, ese fulgor no logra convencerlo de que su animosidad se le refleje en el rostro. Sus cejas convergen en un punto intermedio y le forman una impenetrable arruga en la frente, pues tiene encandilados los ojos en aquella fuente de luz que apenas lo deja ver el sendero que transita. El sudor le gotea por la espalda. Aquella camisa a cuadros le recuerda la primera vez que asistió a un encuentro de periodistas –esta vez en Cartagena, con un calor mucho más extravagante-. Su trabajo lo entusiasma aún más a atravesar el infierno y Hades se siente orgulloso de su decisión.
Ha recorrido un gran trayecto y las personas no advierten su presencia. Eso le gusta. Ocasionalmente le pregunta a un transeúnte por tal o cual dirección y es sólo en ese instante de incomodidad e intimidad (tanto para quien él interrumpe en su tránsito como para él, en medio de su sentir extranjero) que los demás notan su inoportuno aspecto forastero, como reclamando en su mirada tímida un suspiro de confianza en el instante preliminar al que abrirá su boca para decirlo: Disculpe señor, ¿podría decirme dónde queda la Plaza de Caycedo?
- Siga derecho. Por ahí tres cuadras más y llega. Derechito, vea.- dice el hombre mientras apunta al norte con su mano derecha (en la otra carga una bolsa negra).
- Bueno, gracias
Sus ojos se abren y la arruguita del entrecejo desaparece. Promete un aire de certeza cuando asiente con la mirada. Continúa su camino. Su atuendo no rebasa las expectativas de los que, al rozarle con su brazo, sienten las fibras del algodón del que se nutre su camisa. Carga una mochila de cuero negro, maltratada por el uso, de cierres grandes y que cuelga de su hombro con el peso de unos cuantos papeles, de su billetera y de sus cigarrillos. Los pantalones esconden mucho más que unas extremidades débiles por la falta de ejercicio; en los bolsillos carga sólo sus dedos inseguros que se esconden del sol y protegen de los manilargos la grabadora de voz que solamente ha de usar cuando sea necesario. Mientras tanto, registra con agudeza fotográfica todo lo que ocurre a lo ancho de su ángulo de visión. No pretende que se le escape ningún detalle de lo que pasa a su alrededor. Analiza como cual inspector la escena y simultáneamente saca conclusiones del entorno. Aunque tiene debilidad por las caleñas (en general por las trigueñas de amplias curvas) trata de no desviar sus sentidos. Su deber es el centro de Cali; su obligación no permite tal provocación.

ROBERTO ES PERIODISTA
Días atrás su le jefe había designado una tarea importante.
- La revista necesita que vayas a Cali para que hagas un reportaje.
- ¿De qué se trata?
- Queremos que indagues un poco en el centro para que busques una historia que logre cautivar, algo así como lo que se hizo con Javier en Medellín…
- Sí, claro.
- Mira, mejor te llamo más tarde. Ahora tengo una reunión.
- Bueno. Hablamos luego.
Todo había sido planeado con quince días de anticipación. El viaje ya estaba previsto: 12 de junio- (salida) Bogotá-Cali; 14 de junio- (regreso) Cali-Bogotá. La noche anterior al viaje pensó en cómo sería Cali con él. Esperaba que lo trataran bien. Tenía una imagen amigable de esa ciudad pero aborrecía el calor infernal que se apoderaba de ella. – Es tierra movediza- pensó mientras los párpados se le deslizaban por las pupilas y los sueños iban emergiendo del completo anonimato.

ROBERTO PISA TIERRA FIRME
El cemento sirve como plataforma de la multiplicidad de las actuaciones que él percibe en su divagar. Aún no encuentra un relato que lo motive. En la Plaza de Caycedo sólo hay hombres comunes en situaciones que se han convertido en convenciones del ritual de una plaza como cualquiera; mientras unos leen el Q’hubo otros conversan de política nacional. Él busca algo más; algo especial. Entonces recuerda que alguna vez su padre lo trajo a Cali (cuando tenía 10 años) y recorrieron juntos este centro. Su papá lo había llevado a conocer, además del Cerro de las Tres Cruces y el Zoológico, el Teatro Jorge Isaacs y decide ir por éste. Espera el momento en el que el semáforo esté en rojo para poder pasar y después de analizar detenidamente los puestos de los loteros llega al teatro con la esperanza de poder hablar con algún funcionario, pero está cerrado.
– No abren hasta después de las 2- Le dice un lotero mientras cuenta las monedas que acaba de recibir por la gracia del azar.
Roberto, insatisfecho, únicamente puede lanzar un quejido que apenas y alcanza a escuchar el lotero. Éste al ver su cara descontenta le pregunta tratando de reconocer su rostro entre el rubor que emana de sus mejillas:
- ¿Qué busca?
- Pues quería hablar con algún funcionario del teatro para--
- No. Pues quién sabe cuándo abran. Ahí si no sabría decirle.- Dice el hombre con insólita despreocupación e indiferencia de lo que a Roberto tan mal momento hacía pasar.
- ¿Y usted qué? ¿Hace cuánto trabaja aquí?- pregunta Roberto curioso en un acto de sagacidad.
- Mire, si es para hacerme entrevistas o cualquiera de esas güevonadas mejor no porque eso a mí no me gusta. Vienen aquí a preguntarles cosas a uno y uno bien ocupado.
- No. Es sólo que-- Decidió no insistir o refutar las afirmaciones del lotero.- ¿Dónde queda la Ermita?
- Por ahí.- Y esta vez el hombre señaló con los labios en punta, como fingiendo un beso. -Desde esa esquina se alcanza a ver allá.
- Gracias.
Se dirige con la esperanza puesta en aquella iglesia, pero siente cierto repudio por las misas, los santos, las personas que asisten a las misas, el sacerdote… ¿Qué más da? Sigue pisando ese suelo y se imagina que es como la superficie de un volcán que va a hacer erupción; la lava se le sube por los pies y le quema los zapatos que alguna vez un lustrador había admirado con aprecio. En las rodillas y hasta el pecho. Cuando le llega al rostro ya no la soporta más; con su pañuelo obstaculiza el camino de ese calor que se dirige a sus mejillas para quemarlo. Se limpia y continúa. Da uno, dos tres pasos y piensa que puede recorrer algunas estructuras antiguas de la ciudad, que podría resultar más interesante dejar que los edificios empolvados y maltratados por los años hablen de esta ciudad. Sí. Se refiere al Hotel Alférez Real, porque alguna vez oyó decir que era bellísimo. Que conservaba un estilo bastante pulcro y victoriano, que evocaba grandeza y figura distinguida.

ROBERTO ESTÁ EN EL CIENO

Estando en la esquina, Roberto logró visualizar la estructura de la iglesia. Antes hay una plaza que atravesar llamada “Parque de los Poetas”. Había distinguido ya el oficio de quienes laboran ahí: algunos vendedores ambulantes y unos hombres sentados frente a una máquina de escribir. Todos miran con cautela a Roberto. No sabe bien dónde se ubica el Hotel. El Alférez era muy interesante, conservaba un estilo bastante pulcro y victoriano, que… Incluso llegó a pensar en él con pasión. Por su cabeza pasaban miles de imágenes de él, llenaba su corazón de fervor cuando dirigió los ojos marrones que había robado a su padre a su costado izquierdo y se percató de que ahí yacía un edificio que parecía aún más antiguo que la iglesia. ¿Pero sería ése? No. Muy pequeño para ser un hotel de tan alto ministerio. La fachada se burlaba de sus ilusiones. Encima de la puerta arqueada y enrejada decía Cía. Colombiana de Tabaco. Tiene unos balcones bonitos, pensó. Mientras sostenía la mano sobre sus ojos simulando una visera contra el sol, sus pensamientos se volcaron hacia una intriga que cada vez lo perturbaba más. Se dirigió a preguntar por la ubicación de lo que él había estado buscando. Aprovecharía para visitar el edificio, solo porque era viejo se incluía en sus planes como un nuevo lugar para visitar. Movió sus pies rápidamente, pues el sol había traspasado hacía rato la barrera de su crema protectora y empezaba a calcinarlo. Estando en la sombra, justo en la puerta, frente al celador del edificio, sacó de nuevo su pañuelo intentando secar su rostro empapado y rojo.
- Buenas tardes. ¿Sabe usted dónde queda el Hotel Alférez Real?
Era un hombre maduro y la ingenuidad de Roberto lo hizo plasmar en su cara una pequeña expresión de incredulidad frente a lo que escuchaba.
- No, hermano, ese Hotel ya no existe.
- ¿No? Ah…
Debió ser la sed o el calor, pero Roberto nunca hubiera deseado más estar en casa. Apenas apretó el puño y pasó otra vez el pañuelo, en esta ocasión, por sus labios agrietados. No pudo sostener la mirada sobre aquel hombre y la puso mejor en el suelo tratando de ocultar su vergüenza.
- Eso hace años lo quitaron, mijo. ¿Por qué? ¿Qué necesitaba?- Ese hombre sintió pesar por Roberto y entendía su frustración.
- Es que yo trabajo para la revista Semana y quería hacer una reseña de la ciudad, de sus sitios históricos; de los edificios antiguos más precisamente.
- Ah… Pues éste edificio también es de los tiempos en que construyeron el Alférez.
- ¿Sí? ¿Usted cree que pueda entrar a verlo, digo, para ver un poco la estructura?
- Pues si tiene un documento en el que diga que usted trabaja para esa revista, yo creo que sí. Toca hablar con la administradora, porque ella si pide un documento.
- Sí, claro.
El hombre tomó de su bolsillo derecho las llaves del portón. Mientras las examinaba Roberto miraba con ansiedad entre la reja. Entró y subieron al segundo piso para hablar con la administradora. Le explicó que quería ver las oficinas de arriba, las de los balcones. Ella accedió, aunque parecía extrañada pues para ella el edificio no era interesante.
- Ábrale la oficina del balcón izquierdo, Francisco. Pero entonces déjeme mientras tanto el carné de la revista, si es tan amable.
De su billetera sacó con velocidad el carné y se dispuso a seguir a Francisco. Subieron las siguientes escaleras. Roberto no pudo resistirse a la tentación de saber más de ese hombre al que seguía.
- Qué calor, ¿no?
- Sí, sí. Estos días están muy calientes.
- Y yo que vengo de Bogotá.
- Allá si hace mucho frío.
- ¿Y usted hace cuánto que trabaja acá como celador Francisco?- Preguntó Roberto. Entre tanto aguzó sus movimientos para encender la grabadora de voz sin que Francisco se diera cuenta.
- Hace 35 años.
- ¡Uy! Hace mucho rato. Entonces usted sí que tiene historia para contar de este sector.
- Ja, ja. Pues más o menos, sí señor.
- ¿Y por qué fue que demolieron el Alférez?
- No, pues es que cuando yo llegué a trabajar aquí ya eso lo habían acabado.- Dice esto Francisco y simultáneamente trata de abrir el portón de la oficina. Las llaves ya están un poco oxidadas y esto retrasa un poco la acción.
- ¿Y qué funcionaba acá antes?
- Pues acá era la compañía de tabaco del Pielroja. Pero eso fue hace mucho tiempo.
Roberto mira y trata de escudriñar hasta en el más diminuto detalle del edificio. “Escalas amplias, elegantes, como construidas para una mansión; las baldosas son grandes y de color beige y pintas marrones, casi negras, evocan a un leopardo; paredes llenas de humedad, las burbujas que se forman, algunas, han hecho que la pintura se desprenda; un ascensor de puertas amarillas y destartaladas, se parecen a la puerta trasera de una furgoneta vieja, el marcador superior llega hasta el número seis, las placas son doradas y en su conjunto forman una media luna, la aguja que marca el piso por el que el ascensor se eleva tiene una flecha con forma de gota, el botón es rojo, se ubica sobre una placa dorada con grabados en los bordes; entre piso y piso hay casi 4 metros, está fresco, el techo es alto.” En ese momento su meditación descriptiva se ve interrumpida por la voz de Francisco que le dice que entre en la oficina, que ya ha encontrado la llave. Sus pasos son lentos y su cabeza gira en un ángulo de 180 grados, de izquierda a derecha. Huele a humedad, se siente la soledad del lugar.
- Voy a abrirle el balcón.
La puerta que da al balcón parece más una ventana pues sobre esta cuelga una persiana destruida que forma un abanico con sus láminas delgadas y algo curvas; tiene una chapa que le recuerda a alguna que una vez vio en la Casa de Nariño. Era antigua y la llave también. Tenía dos aristas en la punta que dirigían su mirada al suelo para poder encajar en el agujero de la chapa. Trac. Sonó la puerta y se abrió.
- Siga.
- Gracias, Francisco.
Levanta el pie para no tropezarse con el sobresalto de cemento (pollo, llamado coloquialmente) que emerge del piso y entra en el balcón. “No tiene más de un metro de profundidad y está casi a punto de caer. Me da miedo, espero que sea seguro.”
- ¿Esos hombres de las carpitas de colores qué hacen?
- ¿Los de las máquinas de escribir?
- Sí, ellos.
- Unos les dicen tinterillos, son escribientes. Ellos tramitan documentos judiciales.
- Ah. Entiendo.
- ¿Puedo fumar aquí, Francisco? ¿Hay problema?
- No. Hágale. Al fin y al cabo este es el edificio del tabaco.
Por fin muestra los dientes Roberto mientras del bolsillo delantero de su bolso saca la cajetilla de Belmont. Su sonrisa se cierra para besar el cigarro. Lo enciende y cuando ya ha botado el humo gira su eje hacia el río, pues su nivel está creciendo.
- ¿Hay crecida Francisco?
- Sí, sí señor.
Sobre el puente le parece que hay mucha gente y trata de adivinar quiénes son.
- ¿Y esos hombres de las cámaras?
- Ellos le toman fotos a uno cuando pasa. Le dan un recibito y al otro día si uno quiere la reclama. Más que todo les toman fotos a las mujeres. Es que en ese lugar sí que ventea bueno y a las mujeres que pasan se les levanta la falda. Y ellas que se vienen en vestido sabiendo lo que les espera. Vea esa por ejemplo; no le importa que ande con la mamá y camina contoneándose todita. Es que los fines de semana uno se pasea por ahí porque es muy bueno, por lo del viento. ¿Si me entiende?
- Sí, cómo no. Qué oficio tan interesante el de esos hombres.
Aspira de nuevo y esta vez el humo no sale, se le queda en los pulmones. Ha quedado perplejo por lo que está observando.

- ¿Y ese edificio? No lo había visto ahora cuando pasé.
- Pero si está en todo el frente. Ése es el Hotel Alférez Real, ahí estaba la casa de don Fidel Lalinde. Un señor muy rico de aquí del Valle.
“Una construcción muy bella” Piensa Roberto. “Tal como me lo imaginaba. Lujoso. Cinco pisos. Solemne y majestuoso. 130 apartamentos. Imponente.”
En medio de su extasiado momento deja caer el cigarrillo. Su zapato se llena de ceniza. Lo sacude el ventarrón por lo que cierra los ojos cuidándose de que no le entre polvo. Al encontrarse de nuevo con la realidad se preocupa por el lugar de las manijas en su reloj. Lo examina y descubre que el tiempo ha transcurrido con altísima velocidad.
- Ya son las tres.- Dice alterado. – Tengo el vuelo de regreso a Bogotá a las cinco y media.
Se dirige presuroso a la puerta repasando aquello que ya vio. Triste encuentra la salida alejándose del balcón. En el pasillo sus pies no se estiran demasiado. En su mente no merodea ningún pensamiento, sólo una voz que repite incesante “Este es tiempo muerto. Demasiados recuerdos para un solo hombre. La memoria está cansada de guardar ilusiones. Este es tiempo muerto.”